Empecé a preocuparme por la Filosofía del Derecho en 2003, y voy para dieciocho años en los que no ha pasado un día sin que le dedique, con nula consecuencia o aprovechamiento de nadie, varios minutos de pensamiento. No hago grandes acrobacias: empujo alguna idea hasta dar con los muros más tempranos y la abandono allí. Algo más llevo pensando en Derecho Penal, también a diario, desde la lectura de los ‘Delitos y las Penas’ de Beccaria (en una pésima edición que compré por tres euros en una caseta de saldos de Fuengirola). No me ha sido dada una vida dedicada tan solo a escribir, leer y pensar en mis obsesiones, privilegio de príncipes o de los que viven como príncipes sin serlo, ya saben, primus inter pares; pero intento que mis ideas no se pudran, como el que quisiera vivir en la selva y no lo hace, al menos, riega sus macetas.

El caso es que cada tres o cuatro años, a veces más y a veces menos, leo rápido la ‘Historia de la Filosofía del Derecho’ de Guido Fassò, o como mínimo sus temas dedicados al mundo antiguo. Mi ejemplar, fotocopiado de quinta mano o más, está aparentemente limpio, a excepción del número de algunas anotaciones, desarrolladas al final del capítulo. Parece ser que el chiste de la relectura es que el libro parece otro porque el lector es otro también, pero a mí me pasa, y tengo las notas para comprobarlo, que sigo pensando exactamente lo mismo. Hay un punto concreto, que voy a callarme por pudor y porque la nota realmente dice muy poco de mi seso; en el que siento siempre, olvidando que ya la había sentido, la misma iluminación súbita, y ahí que me voy al final del capítulo a poner la nota, pensando que la nota que ya hay será de otra cosa, y la escribo furioso y desesperado, como si una fracción de duda me fuera a desamamantar del núcleo mismo del genio, como si embalsamando ese fogonazo la historia del pensamiento occidental fuera a ungirme de palmas, muy bien Miguel, por fin alguien lo dice, todos aquí esperando desde Tales de Mileto, plas plas, siéntate ahí entre Nabokov y Savigny. Termino de escribir, suelto el lápiz, recupero la vista, y leo la misma idea, escrita prácticamente igual, tres renglones más arriba, tres y siete y diez y dieciocho años antes.

Sé que escribir este artículo va a privarme, en el concreto punto del capítulo sobre Egipto de Guido Fassò, de este fenómeno. En otros libros me hago las mismas preguntas que antes, pero ya he encontrado las respuestas. En este compruebo que no, lo que significa que la pregunta que me hacía, sencillamente, era mejor. Significa también que una parte de lo que era hace 18 años sobrevive. Cuando esté todo escrito, ¿pesará mi corazón más que la pluma de Maat, para que se lo coma Ammyt con sus dientes de cocodrilo? O traducido el jeroglífico: ¿cuántas preguntas deben quedar sin respuesta para que tu corazón pese lo mismo que la justicia?

Abogado