Los idus de marzo existen, y su arranque tiene un componente más prosaico que telúrico. No ha de olvidarse que marzo es el mes de la guerra, en el que el dios Marte deja de dormitar. En la antigüedad todo tenía su tiempo: tiempo para las cosechas, tiempo para batallar. Y era la retirada del invierno la que emplazaba a la lucha para dirimir asuntos pendientes. El asesinato de César fue el que marcó el carácter inquietante del preludio de la primavera, revivido en otras tragedias recientes.

Las explosiones de la estación de Atocha fueron nuestros idus de marzo. Nunca hay finales de la inocencia cuando se cruza el terrorismo. Si acaso, mutaciones de la barbarie. Aquella segunda semana de marzo de hace diecisiete años nos quebró el alma y homogeneizó nuestro dolor en la aleatoria vileza de golpear a Occidente. Hace un año no hubo sinrazones ni atronadores idearios. Fue, simplemente, la naturaleza la que se dejó hacer para tocar las trompetas de Marte; ayudada, eso sí, por nuestros despropósitos. Nos aproximamos al pistoletazo oficial de la pandemia, aquel en el que el Estado se batía en retirada declarando el estado de alarma, plegando las filas ante una horda invisible. No ha bastado un año para mostrar de manera contundente un propósito de enmienda. Se juega, incluso, con un consenso equívoco que puede distorsionar el objetivo final de erradicar definitivamente la pandemia. El mejor ejemplo, el de los propios medios. Sin vocaciones agoreras, se ha centrado el mensaje en el vertiginoso descendimiento de la tasa de incidencia, orillando a la letra pequeña el número de fallecimientos declarados -más de 600 el pasado viernes-. Hasta el final hay que mantener la congruencia de que esto no se ha acabado.

En los idus de marzo se cruzan otros acontecimientos importantes. Entre ellos, el hipocentro del movimiento feminista. Sería un estúpido ejercicio de misoginia estigmatizar el 8M a cuenta de las manifestaciones del año anterior; como parcial y mediatizado eludir dichas concentraciones en las crónicas de aquellos días de marzo: la inquietud de las vísperas asordinada entre las batucadas, tal que los bombos de los estadios o el placer de la cotidianidad mientras los hospitales ya daban cuentan de que se estaba fraguando algo muy gordo.

No pueden embutirse los derechos de la mujer en un sofisma bizantino, apelando a la prelación del derecho fundamental a la igualdad de género, o a manifestarse, frente a otras expresiones colectivas. Que uno sepa, los virus no disponen de un código deontológico para contagiar más en una Fiesta de Moros y Cristianos, siendo más indulgentes con las vindicaciones feministas. La simbología del 8M no se quebranta cuando existen más que fundadas razones de salud pública para rebajar su expresividad. La tozudez contraria sería una subrepticia manera de concentrar en una sola jornada todas las aspiraciones esenciales y programáticas del feminismo, revirtiendo de forma inconsciente a fórmulas viejunas y casposas como ser Reina por un día, o alcaldesa de Zamarramala.

Son estos unos tiempos muy propensos a los pensamientos unísonos, en los que aupar una miaja crítica respecto al canon de lo correcto te tilda inmediatamente como Búfalo Mojado (machista directamente, por no apelar al club de Pedro Picapiedra). Aun a riesgo, si en toda la viña del Señor existen intereses lobistas, no aprecio que la larga lucha de la mujer esté exenta de particulares oportunismos.

* Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor