A Esperanza llevo años viéndola en mi lugar de trabajo. Siempre sonriente, entregada, con un rostro que se mueve entre la juventud que se resiste a marcharse y una madurez que empuja sin permiso. En este largo año de paréntesis que nos tiene sin rostro, le perdí la pista. Hace unos días volví a encontrármela en una red social. En un mensaje desesperado, ella me escribía para contarme que lleva desde marzo pasado sin trabajo, que no encuentra nada y que se ofrecía para lo que fuera: para limpiar, para cuidar a mayores o enfermos, para hacer recados. Que por favor, que si me enteraba de alguna oportunidad que se lo dijera. Al hacerle mi promesa una terrible desazón, la que provoca una mezcla de impotencia y rabia, me sacudió y ese dolor, de ninguna manera comparable al que Esperanza arrastra, me ha acompañado en los días previos al 8 de marzo. Así, cuando me he dado una vuelta por espacios tan ruidosos como Twiter, o por alguna de esas tertulias en las que no se conversa, me he dado cuenta de lo insustancial de tantos debates, de lo equivocadas de tantas posturas, de cómo seguimos esquivando lo que deberían objetivos prioritarios en nombre de nuestros ombligos, sean estos políticos, intelectuales o simplemente agujeros llenos de esa pelusilla que provoca la suciedad en las entrañas. No he dejado de pensar desde entonces lo lejos que solemos estar, muy especialmente quienes nos dedicamos a investigar sobre la igualdad, de los latidos que marcan el pulso de nuestras sociedades, de las fracturas por las que se va hundiendo la dignidad, de las vidas precarias, de esas que, como diría Judith Butler, no merecen siquiera ser lloradas.

Justo en un año en el que no serán posibles las movilizaciones masivas en las calles, y en el que algunas y algunos contemplamos con progresiva desolación las trincheras en las que se pretende ubicar un feminismo que siempre ha sido acogedor como la sororidad que pregonan mis maestras, no puedo sino pensar en que este 8 de mazo deberíamos poner el foco en justo aquellas que habitualmente no tienen voz en los medios. Las que no protagonizan debates dramáticos y dramatizados en Twiter. Las que apenas aparecen en las sesudas monografías y artículos que muchas y muchos escribimos. Las que no son objeto de jornadas ni de seminarios en zoom. Las que siguen siendo las grandes perdedoras. Esas a las que atraviesa la navaja de la pobreza, generando una dolorosa interseccionalidad de subordinaciones que las borra literalmente del mapa. Reducidas a una mera estadística que las instancias públicas y los medios nos recuerdan en momentos muy puntuales, como quien habla de lo intensa que fue la tormenta del día anterior, pero que luego desaparecen, sin dejar apenas rastro, de las agendas políticas, de los alegatos del feminismo institucional y académico, de los carteles con los que cada año, en estas fechas, nos recuerdan que mujeres y hombres seguimos sin detentar el mismo estatus de ciudadanía. Justo cuando ésta, como bien nos advirtiera una Virginia Woolf acosada por sus criadas, requiere, como condición previa al resto derechos que la definen, la independencia económica.

La feminización no ya de la pobreza, sino de la supervivencia, como dice Saskia Sassen, debería ser pues el eje central de las propuestas emancipadoras que vindica el feminismo. Lo cual implica, a su vez, una lógica crítica de un modelo económico basado en sujetos depredadores (masculinos y masculinizados), así como de unas democracias que, lejos de garantizar los derechos sociales, le bailan el agua al mercado. Esta apuesta revolucionaria debería ser hoy por hoy, y mucho más tras el panorama cruel que nos deja el coronavirus, la de una agenda feminista que, como bien aprendí de Amelia Valcárcel, persigue que ninguna persona, por razón de su sexo, esté privada del acceso a los bienes y derechos. En fin, la tarea todavía pendiente que permita completar las promesas incumplidas de la Ilustración.

* Catedrático de Derecho Constitucional