Si hubo dos personas que dejaron en España todo atado y bien atado -y ninguna era Franco- fueron el antiguo jefe de la Casa Real Sabino Fernández Campo y el propio rey Juan Carlos aquella noche del 23 de febrero de 1981. El famoso «ni está ni se le espera» respecto al general Alfonso Armada pronunciado por el secretario de la Casa del Rey y el minuto y pico de televisión que aquella noche ofreció el emérito afianzaron por muchos años no solo a la democracia, sino también al juancarlismo. Más que a la propia monarquía. Hasta el PCE republicano de Carrillo se deshizo al día siguiente en elogios hacia la figura del jefe del Estado. Es una de esas cosas que a las nuevas generaciones de españoles hoy les parecen impensables, pero hubo una época -toda la década de 1980 y casi toda la de 1990- en que una especie de pacto de silencio convertía en una osadía cuestionar al monarca. Criticarlo en público representaba también una temeridad. ¡Era el rey!

Cuarenta años después de que España abrazara definitivamente la monarquía parlamentaria y la hiciera suya, da la sensación de que la Casa Real vive sumida en un profundo desgobierno. Infantas que se vacunan en diferido para toda España; el presidente del Ejecutivo cuestionando abiertamente -y con argumentos- a uno de los iconos de la democracia; diputados que insinúan que Juan Carlos fue un golpista. Cierto es que a medida que van conociéndose los vericuetos fiscales del emérito, razones no faltan para el desapego con la institución, pero ello no debería presuponer el hecho de que la Casa Real navegue con apariencia de haber perdido el rumbo, propicie ella solita el juicio inmisericorde de la opinión pública y dé la sensación de haber sido engullida por la propia democracia. En los deseos de transparencia arrastra su condena.

Las monarquías son en sí un anacronismo, modelos de representación que se originaron por la gracia de Dios y que en el siglo XXI (incluso en el XX) representan la única institución pagada con fondos públicos cuyo poder se transmite de forma hereditaria. Y esto lo saben los reyes y reinas de todo el mundo, hasta los Magos, de ahí que la mayoría de las casas reales sean conscientes de que su pervivencia depende más de la discreción y de la opacidad que de la transparencia. Perfil bajo. Esto es un oxímoron en sí mismo. Para que el sistema se mantenga en una época en la que ya nadie cree en príncipes y princesas se recomienda pasar desapercibido, no fuera qué. Y, sin embargo, la política de puertas abiertas que exige la sociedad aboca a la monarquía a caminar por la cuerda floja a poco que se salga del guion. Ya no mandan los reyes, mandan las personas. El modelo está llamado a extinguirse si el pueblo conoce todo cuanto se cuece en palacio, pero al mismo tiempo resulta intolerable no conocerlo, en cuyo caso, el horizonte continúa siendo turbio.

Párense a pensar: en un par de décadas hemos pasado de no querer indagar demasiado en las andanzas sentimentales del anterior rey a desayunarnos con fotografías junto al hijo de su exnovia en plena barbacoa. ¡Si hasta había planes de boda! Malo para una monarquía si pasa de las páginas de nacional a las de cotilleos, pero mucho peor si aparece en asuntos de corrupción. A fuerza del cerrojazo, y a trancas y barrancas, han sobrevivido los Windsor desde la estrategia de que cuando menos se sepa, mejor. A cambio de ello, el reino de Isabel de Inglaterra alimenta de vez en cuando a los tabloides británicos con carnaza y algún lío de faldas. Todo muy medido.

Ignoro qué séquito es necesario para acompañar a las infantas a Abu Dabi. Lo más llamativo es que se supiera a los pocos días. Para que todos tuviéramos conocimiento de que se habían vacunado hubo necesariamente alguien que se fue de la lengua y que formaba parte de la excursión a los Emiratos. O quizá quien lo filtró no estaba ni en desiertos ni en montañas lejanas. En cualquier caso, la imagen es de despiporre. Lo más probable es que las vías de agua que están ahogando la imagen de la institución no se achiquen ni con opacidad ni con transparencia. Habría bastado con que Urdangarin no hubiera sido un jeta, Marichalar hubiera llevado con discreción sus aficiones, Froilán se comportara como un adolescente normal, Letizia no desautorizara en público a la reina Sofía, Juan Carlos no hubiera ambicionado más dinero del que tenía y las infantas Elena y Cristina (infantas, 57 y 55 años tienen, habría que empezar revisando el lenguaje) hubieran comprendido que la sanidad pública española sigue unos cauces sometidos a las listas de espera que rigen por igual para todos los españoles. Es una cuestión de perder o no la perspectiva que les confiere su status. De no haberla perdido, Felipe VI no andaría ahora tratando de rehacer los nudos de lo que parecía tan bien atado aquella noche del 23 de febrero. La madeja de la monarquía se le está deshaciendo a toda velocidad.

* Periodista