Ahí, a la izquierda, la huerta y los Jardines del Alcázar; allí enfrente, al fondo de este paseo que es puro romanticismo, la Mezquita; y a la derecha ves algo del Puente Nuevo y la parte más alta del hotel Hesperia. Ahí abajo, donde el hambre construyó las chabolas de la plebe y un Domingo de Ramos me enseñaron las colas de la lujuria delante de aquellas mujeres, comienza el paseo, con bancos de piedra y farolas del tiempo en que Pepe Mellado ocupó la Gerencia de Urbanismo. Y árboles, retamas, matojos, arbustos y matorrales… pero nada de agua. La primera torre de este paseo que separa el asfalto de la carretera de la historia aquí construida, llena de jardines y de otras intencionalidades en aquellos tiempos donde casi daba miedo acudir a ciertas horas, mantiene su atractivo de siglos. Inundado de andariegos y corredores que trasiegan por este vial donde el deporte le ha ganado el pulso a los coches, la soledad aparece a la hora del almuerzo y la belleza ha echado raíces entre los setos, cipreses, palmeras y torreones con puertas de hierro y escaleras. Y de pronto, sin encontrar lo que veníamos buscando, el río Guadalquivir, la realidad nos despierta: el cartel pone que estamos ante un monumento natural, los Sotos de la Albolafia, desde donde se ve algo la Calahorra pero no el río.

Instintivamente me voy hacia el balcón donde nos hicimos una foto en los años sesenta, cuando estudiábamos en el Seminario, desde donde se veían los molinos de San Antonio, Enmedio y Pápalo, el Puente Romano y la Torre de la Calahorra. Y el agua del Guadalquivir. Ahora sólo se ve arboleda, sotos, murallas y piedras históricas. Sin horizonte al fondo. Los gatos duermen en los cangilones del Molino de la Albolafia con este sol nublado, desde donde se ve una especie de charco, casi al lado de la, ahora sí, plenitud del Guadalquivir, con los arcos del Puente Romano como postal, mirando esa islita llena de aves, justo frente al balcón donde los seminaristas juegan al futbolín, al lado de la antigua huerta. Ya hemos visto el agua, que no los molinos, todavía ocultos por la vegetación. Nos subimos al Puente desde donde se contemplan las orillas, demasiado frondosas, del Guadalquivir hacia Miraflores, y abarrotado de naturaleza, molinos y perspectiva, camino abajo, hacia el Nuevo.

Vamos por el Puente del Arenal, lleno de Guadalquivir camino de la Feria o de Sevilla. El C4, pura modernidad, enfrente del avión, se pone delante de la Mezquita, de la cúpula de Santa Victoria, del bloque de pisos donde vive Carlos Miraz y del Ayuntamiento…y todo el casco histórico con la Sierra al fondo, la mejor vista de Córdoba.

Llegamos al Balcón del Guadalquivir, por delante de Eroski, donde no se ve río ninguno sino árboles, matojos, zanjas y la memoria de aquella playa de los años cincuenta, cuando el río era tan campechano que ofrecía a sus paisanos agua, arena y refrescos porque no hacía falta la sombra de tantos árboles. La Ermita de los Santos Mártires, al lado del Llano, donde aparcaban los camiones, nos recuerda a La Paquera, y el Molino de Martos, abandonado por el agua, a los poetas del Grupo Cántico. El agua del río no aparece casi hasta el embarcadero, de pendiente y rampa limpias, donde se apeaban los viajeros de la barca del río que iban desde Miraflores hasta “Córdoba”. Y donde hace unos años, con José Antonio Nieto de alcalde, la Federación de Peñas embarcó en procesión a la Virgen del Carmen. Pero ahora todo son ruinas de las riadas, vegetación muerta, que se acumula en la orilla, cerca de donde pasan la noche algunas aves. Veo a Pepe Larios, auténtico ecologista, con su máquina de fotos, con la que pasea todos los días tres horas por el Guadalquivir para retratar a sus aves, y se enorgullece de los pájaros del río y de los Sotos de la Albolafia. Le confieso: “Pues yo venía buscando el río, que casi no se ve”. Lo mismo que hacen los sevillanos con el Betis y los parisinos con el Sena, porque los ríos son agua, no bosques.