En España solemos usar el término funcionario para referirnos al trabajador que tiene asegurado un sueldo para toda la vida. No es raro que cuando pregunto en clase quién estaría dispuesto a montar una empresa y quién preferiría ser funcionario, la mayoría de los alumnos se decanten por tener la vida resuelta.

Ese aspecto del funcionariado, la seguridad laboral, es un arma de doble filo. Se podría interpretar como una carta libre para hacer lo que uno quiera. Si eres funcionario, nadie podrá echarte de tu puesto, aunque no cumplas, ya sea por acción o por omisión. Esto no es así literalmente, porque hay numerosas causas por las que se puede perder ese privilegio. Pero sí es cierto que hay una zona de penumbra en la que el incumplimiento de las obligaciones, o un rendimiento por debajo de lo razonable, pasarían desapercibidos por falta de un control riguroso. Todos conocemos algún caso.

Muchos se preguntan qué necesidad hay de seguir manteniendo esa fórmula de contratación, que supone un agravio frente a la precariedad reinante entre los contratos laborales, en la empresa privada y también en muchos organismos públicos. La percepción general es que, cuando uno se convierte en funcionario, se echa a dormir y se despreocupa por completo del rendimiento de su trabajo y de sus responsabilidades. Pero también todos conocemos a funcionarios celosos de su trabajo, muy responsables e incorruptibles. De hecho, ahí está la razón de ser del funcionariado. Su independencia es a priori un arma frente a la corrupción. Policías, jueces, profesores, médicos, inspectores de hacienda, pueden hacer su labor con más rigor porque su sueldo no depende de su jefe inmediato. Si cada gobierno que entra pudiese cambiar a todos los empleados públicos, tendríamos un relación clientelar y mafiosa extendida y absolutamente asegurada.

Es así, y resulta obvio que ciertas redes clientelares y mafiosas están por todas partes, si bien esto, aún más que a los funcionarios, afecta a contratados, asesores y demás cargos públicos de libre designación. Pero esto no es exclusivo de España. Porque no son cosas grandes como la cultura, el régimen político o el sistema económico, las que determinan el comportamiento más o menos honesto de los servidores públicos. El cerebro es corruptible por naturaleza, y la psicología humana es muy parecida en todos esos contextos tan diversos. Lo que verdaderamente marca la diferencia entre el caos y el orden es la existencia de mecanismos de supervisión y control eficaces para evitar, detectar y corregir la corrupción y la ineficiencia.

Estas lacras tampoco son exclusivas de la función pública; también se dan en instituciones y empresas privadas, aunque hay quienes lo ignoran con el argumento de que cada uno puede hacer con su dinero lo que quiera. Esto es cierto, pero solo en parte, porque casi nunca está tan claro dónde termina lo mío y empieza lo de todos, y porque siempre hay listillos que se aseguran los beneficios personales y socializan las pérdidas. De todas formas, tiene más delito la corrupción pública porque ahí claramente se juega con lo que es de todos y se pervierte el concepto de servicio público.

El servicio público debería aprenderse en el colegio desde niño y mantenerse y cultivarse como un valor sagrado. Es algo que debería ser imprescindible entre los aspirantes a políticos. Y da la impresión de que lo hemos perdido. Si echamos la vista atrás, y analizamos la conducta de los políticos que protagonizaron la transición democrática, en comparación con lo que tenemos ahora, ,..madre mía. Creímos que, a los políticos, en cuanto que servidores públicos, la honradez y la dignidad, como el valor en la mili, se les supone. Y ya vemos que no es bueno dar nada por supuesto.

A Kennedy, en su discurso inaugural, se le atribuye una declaración que debería entenderse como el primer mandamiento para vivir en comunidad: «No preguntes lo que tu país puede hacer por ti; pregúntate lo que tú puedes hacer por él».

* Profesor de la UCO