El nombramiento del profesor Manuel Castells como ministro de universidades fue toda una promesa de que, por fin, iba a entrar no el soplo de aire fresco proverbial sino todo un huracán en el mundo académico español, anclado en buena parte todavía en la época medieval del trívium y el quadrivium. Castells había sido durante casi un cuarto de siglo el equivalente de catedrático en nada menos que la universidad de California en Berkeley. Por poco que se le hubiese pegado de los usos universitarios en los centros de élite de los Estados Unidos, llegaba la esperanza de que se pudiera terminar por fin --o intentarlo al menos desde el Consejo de Ministros-- con el nepotismo y la endogamia que han llevado a nuestras facultades y escuelas técnicas al marasmo actual. Verdad es que su antecesor en el cargo Ángel Gabilondo, ministro en otro gabinete socialista, había sido también catedrático por muchos años, e incluso presidente de la CRUE, la conferencia de rectores de las universidades españolas, pero no es lo mismo tener un historial de profesor en la Complutense de Madrid que en la universidad de Berkeley.

La alegría, sin embargo, duró poco. Pronto quedó patente que el ministro Castells se iba a contentar con exhibirse en público en camiseta ajustada como todo signo de cambio. No solo no terminó con la endogamia en las pruebas de acceso al funcionariado docente sino que el año pasado se filtró su intención de acabar con la Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación (la más que conocida Aneca), que era una de las pocas agencias independientes que velaban por la limpieza en el mundo universitario. La nueva ley orgánica de educación --otra más-- que tomará esta vez el acrónimo de LOSU (por ley de organización del sistema universitario) se anuncia para el otoño y todo apunta a que en ella primará más la cercanía de Castells a la franquicia catalana de Podemos que a los principios que rigen la apuesta por le excelencia.

Pero las prisas apuran al ministro Castells, o al presidente Sánchez, o a los dos a la vez, así que no se va a esperar a la nueva ley para reformar las carreras universitarias, es decir, los grados actuales. Mediante un decreto que se dice inminente, de los tres años actuales pasarán a tener cuatro, apartándonos de las normas generales en la Unión Europea. ¿Y por qué no cinco, como antes? Se filtra que las razones para añadir un año son las de acabar con las titulaciones, en su mayor parte privadas, que permiten el acceso al ejercicio laboral tras sólo tres años de estudios. Pero si el problema es el del mercado laboral y no el de la enseñanza universitaria, ¿por qué no se ha inspirado Castells en los Estados Unidos, donde son los colegios profesionales y no las universidades quienes permiten ejercer de médico o de abogado? Cualquiera sabe.

* Escritor y catedrático