Yo sigo creyendo en Andalucía. Y lo hago a mi manera, que es una manera humilde de creer. Entre otras cosas, porque nadie me ha dicho cómo hacerlo, y ese sentimiento lo percibo como un descubrimiento natural. Quizá algo de eso hay en esta libertad: la certeza absoluta de que nadie ha tratado de imponérmelo. Es algo que se va manifestando a medida que creces, a medida que viajas a otros mundos y hasta vives en ellos, y descubres de pronto coincidencias, líneas que se cruzan en el tiempo sobre las geografías, como un hermanamiento muy sutil que se vuelve poroso y se revela en una lluvia lenta de matices. Lo que te diferencia, pero también aquello que te une, desdibuja los límites, para después volver a levantarlos. Sin embargo, nunca he imaginado aquí unos muros reales, sino una laxitud de tarde y música, en una plaza abierta en la que siempre hay sitio. Hay algo de abandono, hay algo genesíaco de placer hondo y nítido, un fuego crecido en la distancia.

Todo esto son sensaciones a las que cuesta trabajo poner nombre, porque estamos hablando de nosotros. Pero sí estoy seguro de que la sedimentación de pueblos, de voces y costumbres, de vidas que han labrado la sangre de la tierra, aún está con nosotros. Quizá porque siempre he creído -aunque no deja de ser una broma privada, con algo de retranca, que alguna vez he puesto por escrito-, que el principal problema de algunos nacionalismos españoles es que los dejaron sin romanizar, es decir: no los romanizaron suficientemente. Y hay algo peor, si seguimos la broma, que quedarse sin romanizar: levantar un orgullo de patria desde eso. Aquí, en cambio, que hemos tenido toda la riqueza, no percibo ese orgullo. Percibo otras cosas y no todas son buenas, pero ese orgullo tonto de la tierra no. Y eso que en nosotros está Roma, por supuesto, pero también todo lo demás. Y el enigma Tartessos, que es solo de aquí, con su Atlántida al fondo del espejo profundo con sus aguas perdidas, y del que sabe tanto Manuel Pimentel.

Quizá por eso mismo, por haberlo tenido y por tenerlo todo, sabemos bien que nada vale nada. El nuevo rico saca la cartera cada dos por tres y presume del fajo de billetes. Porque solo los tontos, los muy tontos, esos recién llegados a la fiesta acabada, creen que todo puede pagarse con dinero.

Quien conoce el valor de lo que se ha perdido, pero conoce el poso que dejó en la respiración, en esa forma lenta de tocar sin mirar el horizonte, no necesita hacer ostentación, porque el tesoro está dentro del pecho. Eso, para mí, es el ser andaluz. Conscientemente voy dejando fuera el capítulo de las indignaciones, de algunas burlas zafias, porque aquí es donde se nota, verdaderamente, que no ofende quien quiere. Pero es verdad que algunos lugares comunes convendría ir dejándolos atrás, como el asociado a la ética del trabajo. Porque a pocas gentes he visto sacar adelante empresas con más dificultad y mayor entusiasmo, mayor esfuerzo y profesionalidad, que en esta tierra nuestra. Y porque en lo referido al género humano, nada más absurdo que las generalizaciones -y aquí no entra la romanización, que es un hecho histórico-, y de todo hay aquí y allá. Pero digamos que aquí todo el mundo se siente andaluz, incluso sin saberlo, en su forma de estar y encontrarse bajo un sol ancestral que nos templa el espíritu.

Quizá, ahora que lo pienso, España es más en mí una construcción política, un proyecto de vida que me resulta práctico, multiplicador en sus matices, aunque la emoción no siempre reme lejos; mientras que Andalucía, para mí, es una construcción sentimental. Y como todo lo sentimental, viene de alguna parte. Porque una cosa es que nadie me haya adoctrinado, y otra muy distinta que no tenga que estar agradecido a las visiones de la tierra que he ido recibiendo a lo largo de años. En ese sentido, recuerdo los hermosos artículos de Antonio Gala sobre Andalucía, que están entre los mejores suyos. Y también ‘Córdoba de los Omeyas’ de Antonio Muñoz Molina, cuya lectura aún siento como un descubrimiento. Hablo de lo que ha sido inaugural, porque después ha habido muchísimas más cosas. Pero lo que sí puedo decir es que todo cuanto ha hecho germinar en mí ese ser andaluz me ha hecho sentirlo siempre como lo más opuesto a una exclusión o a un absurdo hecho diferenciador que marcara el terreno, y siempre lo he vivido como una integración.

Creo en Andalucía: como mirada y pulso, como respiración. Ese estar al sur de las palabras, con la emoción al paso. En el centro del mundo, y sin decirlo.

* Escritor