Al fin han publicado la lista de bienes inmuebles que tiene inscritos la Iglesia en el Registro de la Propiedad, en virtud de la función notarial ejercida excepcionalmente por los obispos para dar fe de sus propios actos. Actividad que no concuerda bien con el Estado aconfesional establecido en la Constitución.

Dichas inmatriculaciones son tan abundantes que convierten a la Iglesia, indudablemente, en el principal propietario inmobiliario del país, con un amplio espectro, pues la naturaleza de los bienes abarca catedrales, torres, campanarios, iglesias, casas parroquiales, jardines de infancia, predios rústicos, plazas de aparcamientos… De todo hay en la viña del Señor.

Para nosotros, desde hace años, la más controvertida de las inmatriculaciones es --junto con La Giralda--, la de la Mezquita-Catedral cordobesa que siempre nos ha parecido un problema legal a resolver por las cámaras legislativas y no por los tribunales de justicia, aunque abunden los indicios racionales de que se trata de una propiedad pública, usada por la Iglesia desde que Fernando lll se la entregase para que cumpliera sus propios fines.

Entre esos indicios numerosos el más reciente es de la época de Alfonso Xlll, cuando el arquitecto conservador de los monumentos del Estado en Andalucía, Ricardo Velázquez Bosco, colocó las dos inscripciones existentes alabando a Alá el misericordioso porque las obras de restauración llegaron a buen término. ¿Habría consentido la Iglesia que en una propiedad suya colocaran dichos rótulos? Y, otra pregunta obvia derivada de lo antedicho: ¿Conoce el atento lector algún propietario a quien el Estado le conserve su finca?

Yendo al meollo de la cuestión hemos de confesar sin acritud, sin enemistad, sin anticlericalismo trasnochado, como máximo argumento personal, que no podemos entender, pues nos rompe esquemas mentales y descoloca nuestros conceptos sobre los bienes arqueológicos, que pueda ser propiedad privada un monumento singularísimo, jalón de la Historia, universalmente valorado, que antecede y sobrepasa las declaraciones patrimoniales que efectúa la Unesco.

Igual nos sucedería si el Partenón perteneciera a los ortodoxos griegos, las Pirámides de Egipto a una secta islámica o la catedral parisina de Notre Dame --reparándola en la actualidad con aportaciones ecuménicas--, a la Iglesia francesa. Este es nuestro modesto punto de vista, que no se escandaliza porque la casa de Dios la dediquen más tiempo al millonario negocio turístico -ahí está la almendra del tema controvertido-- que a practicar la liturgia católica.

Al fin y al cabo, todo lo que escribimos sobre esta materia quizás se deba a que somos tributarios de la enseñanza que nos inculcaron en un colegio religioso: el fin jamás justifica los medios.

*Escritor