Pasan por televisión las imágenes de un edificio que acaba de derrumbarse. Los bomberos retiran los escombros, los técnicos buscan las causas del siniestro. Yo me pregunto: ¿en qué momento se haría visible la primera grieta? De haber sido detectada a tiempo (tal vez en un rincón del cuarto de contadores), puede que esta vieja construcción siguiera en pie. ¿Cómo sabe uno que ha empezado ya el final? Ejemplos recientes muestran que los edificios de las sociedades democráticas también pueden desplomarse de un día para otro. ¿No hay modo de localizar la grieta que, ya desde lejos, prefigura el desastre? Tal vez así podría darse la voz de alarma. En mi humilde condición de cazador de moscas, destacaré la importancia de la ortografía para el sostenimiento de las democracias. Pueden reírse si quieren; pero háganlo, por favor, con una tilde en la «i».

La ortografía es a la escritura lo que la etiqueta a los usos sociales. Su fuerza normativa no es democrática. Un colegio de sabios --en este caso, la Real Academia Española-- es el que dicta sus preceptos. No negaré la utilidad de estos a la hora de facilitar la comunicación escrita entre los hablantes de una misma lengua. Pero seamos francos: como sucede con las reglas de protocolo, las de ortografía despiden un aroma añejo, rancio, algunas veces ridículo (¿para qué demonios sirve la «h» si no es para suspender exámenes?). Unas y otras se nos aparecen como vestigios inútiles de un remoto pasado impuestos desde fuera por instancias arcanas e inaccesibles.

Nada más contrario a ello que esa idea tan difundida de democracia que la asimila a un estado de elección permanente. No, nosotros no escogemos dónde colocar la diéresis. Pero es que tal vez no todo sea elegible: quizás un exceso de Democracia (con mayúscula) sea la peor enfermedad que aqueja a las democracias (con minúscula). Me refiero a una Democracia que antepone el «derecho a decidirlo» todo, siempre y en todo lugar a esas solidificaciones del pasado que son nuestros sistemas jurídicos. Vivir --y convivir-- consiste en apoyarse en algo que no ha sido elegido por nosotros, pero que ha mostrado su solidez a lo largo de un lapso razonable de tiempo. La ortografía es un ejemplo de ese difícil equilibrio entre conservar lo ya asentado y permanecer abierto a lo nuevo. Como otros elementos no democráticos de las sociedades democráticas, sujetarse a sus preceptos pone un dique a ese afán por cambiarlo todo que suele acabar en barbarie; desentenderse de ellos dibuja una grieta apenas visible, pero que --si se prolonga-- puede derribar el edificio de nuestra siempre precaria convivencia.

* Escritor