En los meses de marzo y en abril los vecinos perdieron su condición de extraños. Aspirabas el aire al abrir la ventana como una dosis diaria, igual que un combustible del espíritu que nos hacía vibrar -o planear, incluso, con la vista- por la calle desierta. Si no hubiera sido por los vecinos que redescubrimos durante aquellos días, ese silencio inhóspito en las calles y en las avenidas se nos hubiera impuesto definitivamente sobre el ánimo. Más allá de los aplausos que tanto cabreaban a muchos sanitarios -porque pedían una defensa real, más mascarillas y más equipos de protección individual, los famosos epis-, o de las coreografías y los bailes tan retransmitidos en los telediarios -que habrían hecho pensar a cualquier extraterrestre que pasara por aquí que esto no era una pandemia, sino una verbena mundial-, mientras no se mostraba la cara de la muerte, ver a la gente en la ventana o el balcón de enfrente daba un pulso de vida sobre la acera vacía. Esto hace cincuenta años no habría sido noticia, porque la vida era distinta y los vecinos, sobre todo en las casas con un patio en común, podían saludarse sin desconfianza. Se pasaban la sal o el aguardiente y, en las nochebuenas compartidas, se ponía lo que se tenía y se cantaba en ese tono unido que hacía más habitable aquel helor. Te saludabas al cruzarte, conocías los nombres de los niños de cada puerta, unos sabían de otros. Había una pertenencia.

Todo eso se perdió. Ahora, en el ascensor, unos rostros te suenan y otros nada. Hay algo amenazante en quien comparte ese espacio contigo. Estoy exagerando, pero es un poco así. Pues bien, una parte de eso se quebró en el confinamiento. Como todos estábamos pasando la misma penitencia del encierro, el temor o la muerte, redescubrimos la complicidad y también la empatía. De pronto uno podía escudriñar la calle o la fachada de enfrente y encontraba respuesta. Digamos que el extraño vecino, del que hasta hace poco habíamos preferido no saber demasiado, o directamente nada, se había convertido en alguien conocido, en alguien de quien no desconfiar. Se había roto esa inercia porque el sufrimiento interno, y también el que se presentía fuera, en los hospitales, se había vuelto mayor que cualquier recelo. Y ese desconocido, de pronto ya no era una amenaza.

Nuestro vecino del sur siempre ha sido un gran desconocido. Por eso la lectura de ‘Marruecos. El extraño vecino’, el libro de Javier Otazu, abre algunas ventanas de ese reino que se ofrece encriptado, pero también muy cerca, con una mezcla compleja y misteriosa de velos. Javier Otazu conoce bien Marruecos: lleva muchos años siendo corresponsal en Rabat de la Agencia Efe y es un periodista-escritor en el mejor registro Kapucinski, de los que muestran una fotografía del territorio para adentrarte en ella. Este libro habría gustado mucho a Stefan Zweig por lo que tiene de fabulación real, con análisis que son, al tiempo, veraces por vividos. El universo de contradicciones de unas existencias ajenas, que tenemos ahí, lo despeja Javier Otazu en este libro que nos habla, esencialmente, de las relaciones de Marruecos consigo mismo -con la monarquía alauita, con el islamismo, con la lucha interior por los derechos civiles, desde las mujeres, los homosexuales o la comunidad cristiana marroquí-, con el oriente árabe, con Europa, y también con España.

No es un libro turístico: es un libro de vida escrito en el presente. El mismo ensayo no de trinchera, sino lúcido de plena observación que quizá tendría sentido escribir sobre España, asentado en el hoy, para venderlo allí -y también aquí-, porque sólo sabiendo se puede comprender. Literatura y periodismo, además de entretener o denunciar, pueden formar puentes invisibles para salvarnos de nuestros abismos. Aquí se logra desde una ambientación impresionista, en la que los retazos nos resultan siempre muy verdaderos entre los episodios que renombran su horizonte político y social. Entramos en un zoco, pletórico de olores y sabores nuevos, atisbamos la mezcla de tonos y también la habitamos. O escuchamos hablar a un activista al que sí se ha recortado, de verdad, su libertad de expresión. Y desde un enfoque observador, con una objetividad narrativa que nos hace sentir la tensión de un país, mientras se encuentran las paradojas de su identidad.

Solo necesitamos despejar la mirada, leer y asomarnos. Escuchar y mirar, y tratar de entender. El extraño vecino, como en esta ocasión, además de una lectura apasionante, nos ofrece un mundo para descubrir.

* Escritor