Echo de menos «ciudades en las que nunca he estado». Tuve un amor. Ella era una mujer melancólica, por eso siempre le dolían las rodillas. Extrañaba cosas que no había vivido, amaba a personas que no conocía, lloraba por cosas que jamás sucedieron. Yo precalentaba el horno para la pizza. Nos besábamos en la cocina. Sucedía el amor como suceden las olas, con un rumor que rompe de repente contra el pecho y nos arrastra entre risas y magulladuras.

Decía que lo suyo no era tristeza, sino ansia. Un ansia permanentemente insatisfecha. Yo, era obvio, en su vida solo estaba de paso. Porciones de cuatro quesos y latas de San Miguel muy frías. Películas bajadas del Torrent. Lamparitas de papel. Su gato en todas partes. Ella apenas leía. Yo le preguntaba en broma que de dónde sacaba tanta hondura. «Para qué quiero más: soy mi propio libro», contestaba. Y sonreía. Sonreía como sonríen los funcionarios de Correos. Como sonríe la rejilla frontal del radiador de un coche.

Un libro del que apenas leí un par de páginas. Me dejó una mañana, en una terraza soleada. Dejó nuestro desayuno pagado y a mí gimoteando. Desapareció calle abajo. Un grupo de señoras con polares del Decathlon ocuparon nuestro espacio en la mesa. Volví a casa entre hipidos, porque era joven y nada duele más que lo que uno ya se espera. Pocas tragedias pillan por sorpresa. De alguna forma, escribimos nuestros propios fracasos. Luego nos hacemos los sorprendidos, que es una forma de aliviar la culpa; por lo que hemos dejamos de hacer, por construir con desgana nuestros pesares.

Después ella fue muy feliz y, me contó un amigo común, jamás lució tan azul como cuando estaba conmigo. Los amigos comunes son más comunes que amigos. Llevo sobre mis hombros la tristeza de las mujeres a las que quise, sin saber muy bien cómo las quise, ni por qué así. El amor es plastilina. No basta con tenerlo entre las manos, también hay que saber moldearlo. Nuestra felicidad es un columbario de amores pasados. Yo lo di todo, pero mi todo en aquella época era bastante exiguo. Todas las mañanas eran domingo por la tarde.

Mi hijo mayor tiene una amiga. Ella grita su nombre y él va corriendo hacia su lado. La mira ensimismado. Tienen la misma edad, pero ella parece mayor. No es cariñosa ni tierna con él, pero grita su nombre y él sale disparado. Se pone a su vera. La observa mientras ella habla con otras amigas. Entran juntos al colegio. Siempre hay una primera vez para el corazón. Músculo debutante. No es amor, porque el amor es una raíz que solo se hunde con los años, pero hay una forma de entenderse en esa lealtad pueril. En esa complicidad traslúcida, nerviosa y silenciosa. Luchamos solos, comprendemos juntos. Nada aprendí de esta vida yendo suelto de la mano.

Comparto con aquel amor la infelicidad minúscula. Esa astillita que escuece hasta en los mejores momentos de uno. La nube pequeña rondando la cabeza. Nuestra íntima tormenta. Me duelen las rodillas. Recuerdo su rostro iluminado por el horno. Relamiéndose cómicamente cuando el queso, poco a poco, se oscurecía. Yo también extraño ciudades que nunca pisé. Ya que no podemos viajar, nos hemos hecho turistas de nuestros recuerdos. Señalo las fachadas, voy ridículamente vestido, me hago bocadillos para después con el pan y los embutidos del buffet libre del desayuno. Mi memoria está llena de tiendas de souvenirs y museos improvisados. De amores viejos envueltos en andamios.

Tuve un amor y otras familias. Quise muchísimo a personas que no volví a ver. Me rompieron el corazón menos veces de las que merecía. La vida es un tobogán de chapa calentada por el sol. «Intento seducirte en el pasado», escribió Joan Margarit. Muy mal hay que hacerlo en la vida para que no te hagan un muñeco de Funko, muy mal hay que hacerlo en la vida para no sentir alivio por los amores que se rompieron,

* Escritor