La libertad de expresión es un derecho fundamental que garantiza la posibilidad de decir, escribir, publicar y defender cualquier idea u opinión. En los países con democracia plena, como es el caso de España, o al menos inspirados por el objetivo de formarse como democracias plenas, se busca cuidar este derecho porque se contempla como un elemento fundamental para la supervivencia de una democracia real.

No hay en el mundo un solo país con una democracia perfecta y donde los derechos y libertades individuales sean ilimitados. Todos los derechos están limitados por ley y por la natural colisión entre los diferentes derechos. La propia Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea declara en el punto 1 de su artículo 11: «Toda persona tiene derecho a la libertad de expresión. Este derecho comprende la libertad de opinión y la libertad de recibir o de comunicar informaciones o ideas sin que pueda haber injerencia de autoridades públicas y sin consideración de fronteras [...]». Pero en su punto 2 admite límites: «El ejercicio de estas libertades, que entrañan deberes y responsabilidades, podrá ser sometido a ciertas formalidades, condiciones, restricciones o sanciones previstas por la ley, que constituyan medidas necesarias, en una sociedad democrática, para la seguridad nacional, la integridad territorial o la seguridad pública, la defensa del orden y la prevención del delito [...]».

El problema, y el debate, en Europa, y en concreto en España, no es tanto en torno al valor fundamental de la libertad de expresión, sino en relación con el ajuste legal de los diferentes derechos que entran en colisión a los ojos de los diferentes actores sociales y en función de múltiples circunstancias y casuísticas. ¿Dónde se ponen los límites a la libertad de expresión en relación con los posibles delitos de difamación, injuria, discriminación, odio, o incitación a la violencia? ¿Qué libertad debe prevalecer?

La respuesta a esas preguntas no es sencilla y es casi imposible y fuera de sentido común que deba haber una solución universal. Cada caso debería analizarse por separado. Y es posible que los jueces lo estén planteando así; de ahí las aparentes contradicciones en las sentencias de los múltiples casos que son por todos conocidos, sobre todo a raíz de la entrada en vigor de la llamada ‘Ley Mordaza’ (Ley Orgánica 4/2015, de 30 de marzo, de protección de la seguridad ciudadana), desarrollada por el Partido Popular como respuesta a la grave situación de confrontación social de aquel momento y que aún sigue aplicándose con los gobiernos del PSOE y Podemos.

Los casos de César Strawberry y Pablo Hasél son ejemplos de la dificultad de establecer los límites entre los diferentes derechos en relación con el derecho de opinión. El cantante de Def con Dos fue condenado en 2017 por el Tribunal Supremo por enaltecimiento del terrorismo en unos tuits en que ironizaba sobre la vuelta de ETA, los Grapo y sobre la muerte de Carrero Blanco. Pero dicha sentencia fue anulada el año pasado por el Constitucional, al considerar que prevalecía su derecho a la libertad de expresión por las circunstancias y el contexto comunicativo en que se habían emitido esos tuits. En el caso de Pablo Hasél, el rapero ha sido condenado por el Tribunal Supremo a 9 meses de prisión, que ha empezado a cumplir al contar con antecedentes. Los motivos fueron similares a los de César Strawberry. El Constitucional inadmitió el recurso de Pablo Hasél. Esta diferente respuesta de la justicia ha movido al Gobierno a anunciar una reforma del Código Penal para eliminar delitos de opinión o suavizar las condenas, con lo que también ha generado dudas sobre los mecanismos con los que debe contar el estado de derecho para defenderse de las fuerzas que intentan socavarlo.

Una reforma de la ley es necesaria en busca de un mejor ajuste entre los diferentes derechos teniendo presente la importancia capital que para la democracia tiene la libertad de expresión. Pero ningún derecho puede ser ilimitado.

* Profesor de la UCO