La luz al final del túnel quizá no colme las expectativas imaginadas al deambular en la oscuridad, pero siempre es luz. Los excombatientes deben penar en demasiadas ocasiones los traumas de un conflicto, mas es preferible supurar los fantasmas internos cuando, ahí fuera se ha alcanzado la paz. Esta al menos debería ser la primera terapia de las elecciones catalanas. Recuperar la preocupación secesionista en la agenda nacional es un indicio -indudablemente prematuro- de que el monstruo de la pandemia comienza a batirse en retirada; un anticipo de que volvemos a lidiar con nuestros particulares demonios: la integridad territorial y el arreón final de unos movimientos identitarios que hace ya tiempo que le perdieron el miedo al vértigo de la independencia.

Sin embargo, la singularidad episódica de este eterno retorno es la confluencia de dramas en la que se sitúa esta nueva muesca de los separatistas: el desgarro de vidas humanas que se ha llevado por delante el coronavirus, y el erial económico que campeará tiempo después de que digamos adiós a las mascarillas. No sin razón, se enarbola de buena fe que hay cosas urgentes y cosas importantes. Pero también es de pillos intercalar el oportunismo de la obcecación. O, dicho de otra manera, muletear el abstencionismo gracias a la persuasión de la convicción.

La gestión catalana de los tiempos del covid no ha sido modélica. No tiene el parangón neozelandés o australiano, que hasta expulsa a los asistentes al Abierto de Tenis porque en Melbourne se han detectado cinco contagios. No. La Generalitat se ha mimetizado con el raspadito ibérico, que ya de por sí es un calificativo sobrado de generosidad. Pero estos votantes catalanes con vocación contundentemente centrífuga llevan mucho tiempo asidos a un deslumbrante relato que la España del 78 y, por tantos intereses espurios, ha sido incapaz de contrarrestar. Aunque Vox plante el españolismo carpetovetónico en el Parlament, la pantalla del ardor guerrero hace tiempo que fue superada: Igual que el buenismo del Amigos para Siempre que, para los catalanes que miran por encima del hombro a España, ese tiempo pasado les causa rubor.

El miedo es libre, y la sensatez ante el contagio, justificable. Y fueron mayores sus razones en quienes muestran el hastío frente a la independencia enarbolando en este caso la caridad propia -no votar- que practicar un deber cívico que, una elección autonómica tras otra se ha vuelto estéril. A partir de este domingo, Ciudadanos entra en la lista de especies protegidas, dentro de ese darwinismo del centro político que ya se llevó por delante a UCD, el PRD de Roca o la UPD de Rosa Díez, tan extintos como el pájaro Dodo.

La derecha va a tener que asumir que el enemigo -véase en el mal enfoque Pedro Sánchez- es más listo que de costumbre. Y ya llegará el momento de ajustar cuentas con el agente doble, este Pablo Iglesias que desprecia las instituciones del Estado desde el propio Gobierno; que le centra un chute a Sergei Lavrov para erosionar la fortaleza de nuestra democracia, y estaría encantado de clonar su ego para estar al mismo tiempo en La Moncloa y formar parte del Gobierno de la Generalitat.

El problema catalán no tiene soluciones mágicas. Pero, al menos, para evitar su descarrilamiento hay que mantener mucha inteligencia política y provocar la audacia del entendimiento. Illa no ha sido el Mesías constitucionalista, pero tampoco el descalabro de todos sus agoreros. Aunque tengamos rijas en los ojos y el final del túnel apenas sea un punto de claridad, siempre es mejor la luz,

*Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor