En el prefacio a su Manual de tipografía, el impresor Giambattista Bodoni (1740-1813), escribió que había dedicado su vida “a un arte que es la culminación de la más bella, ingeniosa y útil invención del hombre: me refiero a la escritura, que halla en la imprenta su mejor expresión cuando el valor de una obra justifica por sí misma las numerosas copias que se hacen de ella”. No dudaba en considerar los libros como “la obra más hermosa de la creación humana”, y nos recuerda a través de Plinio, cómo lo demostró Alejandro, pues tras su victoria sobre Darío, dedicó el cofre que este tenía dedicado a guardar perfumes, oro y piedras preciosas para instalar en él sus libros, los de Homero y de Aristóteles (este último, además, había sido su maestro). Bodoni consideraba que todo libro debía aspirar a tener regularidad, nitidez, buen gusto y gracia, que no siempre encontramos en las ediciones que a diario podemos encontrar. Un libro nos puede interesar por muy variados motivos, sobre todo por el tema o el autor, pero además hay otras muchas características que pueden llamar nuestra atención, desde la tipografía o el papel, hasta la cubierta o la encuadernación.

Junto a todos esos aspectos fundamentales en el mundo de la edición, contamos con otro elemento, que podríamos considerar como ajeno, externo al propio libro, y que quizás carezca de importancia, porque al fin y al cabo se trata de una de esas pequeñas cosas que sin embargo contribuyen a hacer más agradable lo cotidiano. Me refiero a ese objeto fabricado con distintos materiales y que conocemos con diferentes nombres, como marcapáginas, marcador, separador, punto de libro o punto de lectura, cuya utilidad consiste en indicarnos en qué página hemos dejado la lectura de un libro. Desde hace algunos años los colecciono, al principio cualquiera que cayera en mis manos, ahora selecciono y de entrada descarto los publicitarios o los que sirven para la promoción de una obra, tanto por su falta de estética en la mayoría como por un problema de espacio, dada la abundancia de ellos. A veces el marcapáginas forma parte de la encuadernación, son esos libros que llevan incorporada una cinta que colocamos en la página correspondiente, y ese es mi primer recuerdo de un marcador, pues lo tiene el ejemplar de las Obras completas de Federico García Lorca editado por Aguilar, y del que mi padre nos leía con bastante frecuencia algunas poesías. La cinta casi siempre la dejaba en la página correspondiente al Romance sonámbulo, quizás porque en el mismo aparecen los versos: «Compadre, vengo sangrando,/ desde los puertos de Cabra», y en ese punto mantengo yo la indicación.

Existen bastantes aficionados al coleccionismo de los marcapáginas, a los cuales les recomiendo el que su prologuista define como «un librito de capricho, juguete de fino diletantismo o ensayo liminar para que lectores de cualquier clase indaguen a posteriori en el tema por cuenta y riesgo». Se trata de Breve historia del marcapáginas, de Massimo Gatta, editado por Fórcola. Allí encontrarán la definición de nuestro objeto: «es un elemento filosófico antes que material, y representa una tesela de la galaxia paratextual», junto a datos acerca de los primeros separadores, recomendaciones acerca de no utilizar hojas o flores, «pues al marchitarse transmiten el tiempo a los libros, que a este contagio son, de por sí inmunes». Y además, una clasificación de los tipos de marcadores en la actualidad, y una interesante bibliografía. Nunca está de más, en estos tiempos que corren, además de ocuparnos de la vida política (ahora mismo, Cataluña) o de las repercusiones de la pandemia, mirar también hacia lo que nos aportan todas estas pequeñas cosas «que nos dejó un tiempo de rosas,/ en un rincón,/ en un papel/ o en un cajón» (Serrat dixit).

*Historiador