No recordaba un Guadalquivir tan triste en estos últimos días de enero y primeros de febrero. Un aire gris y silencioso le ha robado todos los colores al hermoso paisaje de los pueblos cordobeses ribereños del gran río. Un cielo encapotado con lluvias intermitentes nos ha cubierto casi todos los días. Enormes nubarrones de masas viajeras han dibujado un invierno duro. El frío helador nos recogió a todos coincidiendo con cierres perimetrales y anulación de toda actividad comercial.

Las calles han permanecido desiertas como si un peligro acechase en todas las esquinas. Nada ni nadie ha circulado por las callejuelas céntricas. La bruma del anochecer solo iluminada por unos faroles de suave luz blanca proyectaba sombras y penumbras por casas sórdidas, cerradas a cal y canto, corridos los visillos por donde se atisba siluetas anónimas.

Ir a tirar la basura hasta el contenedor antes que sonaran las diez de la noche en el reloj de ayuntamiento, la hora del toque de queda, presagiaba malos augurios. Cuánta soledad; pareciera que el maligno acecha y circula invisible por los aires contagiados. El gran hermano que todo lo ve puede gritar en medio de la noche, ¿a dónde vas? Y tus pasos suenan como caminante perdido y asustado que necesita gente alrededor para sentirte seguro. Ese tramo fue cada noche una angustia. Menos mal que aún no era carnaval y un mascarón te asaltase vociferando, ¡qué torpe, que no me conoces!

En medio de esa tristeza general empecé a notar ausencias demoledoras. Todos los días me cruzaba una y otra vez con Alfonso Delgado y su perro Urik. Dejé de verlos, y me sentí extraño. Qué habrá sido de aquel hombre que con todo mimo paseaba a su adorable mascota, operada, enferma y caminando con tanta dificultad. Urik había muerto y su amigo ya no quería pasear por las calles, plazas y jardines de su amado pueblo. Cada día cuando doblan las campanas, me embarga un dolor universal. Alguien ha muerto y en una casa están rotos de dolor. Ni la muerte avisa. Cuánta tristeza.

* Historiador