Cuando escuché su voz por vez primera y la vi deambular entre las dunas cenizosas que rodean El Soldado, un poblado minero derruido al norte de Córdoba, en el corazón de los Pedroches, sentí que me hallaba ante una epifanía. Y eso en la actualidad no es nada fácil: la pesadumbre hoy pesa demasiado, y el dolor y la impotencia corroen nuestro ánimo. Estamos viviendo malos días para la lírica. No obstante, la música, uniéndose a la imagen puede atenuar el dolor que nos rodea. Esas son las gratas sorpresas de Youtube. Una buena canción resalta en un buen vídeo, y en el que refiero, además, había una chica cantando con duende y naturalidad, como si el aire naciera de su vientre y pasara a sus labios sin cruzar por los pulmones. En su voz gravitaba un matiz de lirios glaucos que galvanizaban todo el exterior, convirtiendo el lugar en un celeste paraíso a pesar de las ruinas que lo circundaban. Era un videoclip hermoso, artesanal, e impregnaba el ambiente una atmósfera inefable. No tardé en percibir que había allí una enorme artista, una cantaora o cantante singular a la que, aun sin conocerla personalmente, me unía algo emotivo, hondo, milenario. Había un torrente poético, magmático, en su delicada voz de muselina. Su nombre era, es, María José Llergo y nació en Pozoblanco, cuna natal de Marcos Redondo: un prestigioso barítono de antaño que dio a conocer su tierra en todas partes.

La vida está llena de hermosas coincidencias, de dulces casualidades que aparecen como aves que surgen de un bosque oscurecido trayendo cosido el alba entre sus alas. María José Llergo grabó el citado videoclip con su canción ‘Niña de las dunas’ a pocos kilómetros del pueblo en que nací, Villanueva del Duque, en los alrededores de una mina donde aún flotan los días azules de mi infancia, los mejores instantes de mi más remoto ayer. Por eso quizá conecté de un modo cálido con la hermosa canción de la cantante pozoalbense; pero creo que, además, hay muchos más motivos, como el de la poesía que brota de su voz igual que un susurro que oxigena el alma. María José tiene duende, ese pellizco de los grandes cantores o cantaores de flamenco como Camarón o Enrique Morente. Su voz hierve, o mejor, borbotea como un manantial de olvidos que en sus cuerdas vocales se tornan golondrinas transportándonos a un ancho espacio de aire azul. Y, aunque uno no sea especialista en la materia --para eso están los buenos flamencólogos, y yo no lo soy--, sí puedo percibir el trallazo de luz melancólica y sagrada que te deja en los huesos, en las tripas y en el ánimo, en los rincones profundos del espíritu, la voz de los más grandes: me conmuevo al oír a Morente o Camarón, sin ser flamencólogo o un aficionao de raza. Y he sentido lo mismo al escuchar a María José, un silbido de azules entrando en mis sentidos aclarando las sombras y vacíos de mi alma, acicalando y peinando la tristeza que como una gaviota aletea en mi interior buscando un trozo de sol para posarse.

Hoy todo el mundo ensalza a Rosalía, la peculiar cantante que ha logrado expandir su fama a escala universal, y yo reconozco también su enorme mérito. Se ha convertido, es verdad, en marca España. Aunque creo, sin embargo, que su popularidad se debe también a temas que escapan de su arte, algo que no sucede, en mi opinión, al valorar la portentosa voz de María José Llergo, quien transmite sencillez, naturalidad, cercanía afectiva, cualidades de las que Rosalía adolece. Además, en María José hay algo más que su duende poético y su calidad artística, y es la fidelidad, el amor puro que guarda al mensaje ancestral de sus mayores. Habla del escardillo de su abuelo, de los surcos estivales abiertos en medio de la huerta, y sus ojos se inundan de iris y mariposas. Habla de las mujeres de otro tiempo, de su abuela y otras ancianas de posguerra, y en su mirada florece la ternura, un temblor que humaniza el dolor y el sacrificio de quienes nos precedieron y dieron todo para suavizar el olvido de la tierra, de ese mundo rural ayer vilipendiado que algunos desean hoy resucitar.

No hay nada como alegrarse con el triunfo de los artistas nacidos en nuestro ámbito, y uno siente, al final, orgullo y alegría de haber nacido y vivido en los Pedroches, esa tierra que María José lleva cosida al temblor de su voz y derrama en todas partes, ensanchando el espacio, la luz de sus ancestros. En los últimos días suelo verla con frecuencia inmersa en un grato spot publicitario donde simboliza la imagen secular de la mujer andaluza, el duende atávico de esa feminidad sobria y profunda, visceral y luminosa, esencializada en Lola Flores, quien aparece al lado de la Llergo universalizando ambas la raíz de nuestro folclore mítico, ancestral. Y uno celebra que esta cantaora de texturas flamencas nacida en Pozoblanco dé a conocer su tierra en todo el mundo a través de una voz incandescente, limpia, como una fontana de lirios y azafrán.

* Escritor