Tenías cada día la necesidad de ir todas las mañanas y todos los atardeceres a la estación del tren o al aeropuerto, para palpar el amor en la vida. Así consolabas tu soledad. Y sonreías viendo los abrazos de todas las formas, sin pudor, o intensos, íntimos, largos, en silencio, sólo con lágrimas y con ansias de que nunca terminasen. Eran las sonrisas, las carreras de los niños, las manos que querían coger todas las manos. ¡Y tantos besos! Besos rápidos y tímidos; besos interminables, que casi podías tú también besar. Era la alegría de la gente humana, que se espera y se ama siempre. Cada cual expresaba su amor y sus sueños. Cada cual se prometía que nunca más volvería a separarse, a callarse una palabra de ternura, porque el tiempo pasa y llega el día del adiós definitivo, y entonces todas las palabras, todas las caricias, todos los abrazos que no nos dimos, caen muertos, como los pétalos inservibles del otoño que no quisieron florecer cuando la vida, un año más, abrió la primavera y se la ofreció a los campos, a los cielos y a los corazones. Ahora ya no vas a las estaciones ni los aeropuertos, porque están tristes, con esa tristeza que estremece el silencio. Ahora ni siquiera existe el recuerdo de tantos abrazos, tantas manos y tantos besos. Ahora es la soledad. Porque hace mucho tiempo aprendí lo que es la verdadera soledad, la soledad en sí misma, la que destroza el alma poniéndola en el peligro de secarla para siempre y convertirla en una continua añoranza. Aprendí que la verdadera soledad no es estar solo; la verdadera soledad es necesitar estar con alguien, necesitar un abrazo, una mirada, una ternura, una palabra, y saber que no hay nadie, que no va a venir nadie, que nadie nunca aparecerá para poner fin al suplicio del silencio y el aislamiento. Ésta es la soledad. La aprendí hace mucho tiempo, y ahora la ejerzo cada día, cada amanecer y cada atardecer, y, sobre todo, cada noche. Es el hambre más inhumana que nos hemos impuesto los seres humanos con este nuevo virus: el no darnos amor y dejarlo para luego, o sea, para nunca. Porque el hambre no es tener ganas de comer. El hambre es tener ganas de comer y saber que no vas a comer. También esto lo descubrí hace mucho tiempo, cuando esperaba en tantas estaciones y en tantos aeropuertos.

* Escritor