No sé si influyó la educación que recibí en el plano moral, ético y sensitivo, en la percepción que tuve desde siempre de una realidad distinta a la que vemos. La vida está llena de claves ocultas, misteriosas, de ángulos invisibles y recovecos que muy poca gente logra vislumbrar. Y quien los vislumbra prefiere no hablar de ello, para evitar que lo tachen de tarado. Hay, sin duda, otros planos y otras muchas realidades, muchos mundos intangibles, dentro de este que habitamos y, a pesar de no verlos, sentimos que ahí están. Desde niño quise buscar en lo invisible, en las cosas inasibles, la raíz de la verdad, lo que el mundo o la vida nos niega diariamente. Mi inocencia estaba repleta de preguntas, pero, a cambio, en mi espíritu había certezas insoslayables: como saber que aquí estamos de paso y que, tras la muerte, hay otra realidad que en mi niñez ya podía intuir. Parecerá mentira, pero es cierto.

Era una sensación desconcertante, como pasear un día de niebla por un bosque inmenso de olmos y sentir que, entre los troncos vaporosos e intangibles, hay rostros que te espían y siguen tus pasos, aunque no los puedas ver. No es fácil explicarlo, lo sé, pero era así: hablar de estas cosas en un mundo descreído y materialista resulta muy arriesgado. Uno no suele hallar interlocutores con quienes charlar de asuntos extravagantes que solo interesan a una inmensa minoría. Por eso fue para mí una epifanía hallar los programas, televisivos y radiofónicos, de Iker Jiménez, un investigador de raza, además de intuitivo y sensible periodista, en cuya voz burbujean luminiscencias de firmes galaxias y ocultos manantiales en los que siempre fluye esa verdad que poquísima gente, al final, consigue ver y él, no obstante, transmite con naturalidad, como si en su voz vibrase el cielo azul. Lo que más admiro de Iker, entre otras cosas, es esa facilidad suya de exponer asuntos difíciles, temas de índole escabrosa, con una fluidez verbal y un tono afable que conecta con un amplio público de televidentes, o de radioyentes, de distintas capas sociales y edades dispares: niños, jóvenes y ancianos que sienten por él afecto, admiración.

En este país hubo antaño una persona que consiguió, a través de la pantalla, conectar con un público amplísimo y diverso, absolutamente fiel a los mensajes del programa que dirigía en televisión. Me refiero al doctor Félix Rodríguez de la Fuente, tan añorado y querido por aquellos que, hace ya varias décadas, más o menos medio siglo, disfrutamos de su labor televisiva en Planeta Azul, o en su otro proyecto inolvidable, El hombre y la tierra, que, debido a su muerte, se truncó y, en su más alta cima, quedó sin culminar. Aun así, su inmensa obra sigue viva y no ha habido nadie que la haya superado. Los genios más grandes de la televisión suelen aparecer de tarde en tarde; así, desde que Rodríguez de la Fuente desapareció hasta la llegada de Iker Jiménez hubo un enorme vacío televisivo en materia de programas divulgativos que tocaran de lleno la Naturaleza o las profundidades del misterio de una manera sencilla y natural. Por eso uno y otro tienen miles de seguidores que se sienten identificados con el mensaje que en sus programas vienen a ofrecer.

No es fácil hablar, decía unas líneas más arriba, de los ángulos intangibles de la vida sin que te tachen de iluso o trastornado. Sin embargo, Iker ha tocado esos asuntos con un tacto exquisito y una sensibilidad que, al menos, a mí me resultan fascinantes. Además, en Cuarto Milenio, su programa, su maravillosa nave del misterio, aparecen temas de índole científica y de raíz social, o socioeconómica, que nada tienen que ver con el misterio y las oquedades de lo paranormal. Ahí radica, creo yo, la magnitud de su prestigio y el enorme nivel de su popularidad. Quienes hemos tenido la suerte de llegar a su cercanía afectiva y conocerle a nivel personal podemos definirle como un ser humanísimo, una persona de alma limpia que deja una huella pura e indeleble en el corazón de su interlocutor. Las cuatro o cinco ocasiones que he podido conversar con él he sentido en mi interior una especie de paz crujiente de cebadas y trigales mecidos por el amanecer. Quizá es porque ambos vibramos en la misma onda sensitiva y cordial, espiritual y humana, que busca su código en las cosas más pequeñas: la sonrisa de un niño en un parque, el leve aliento de una hoja mecida por la brisa de poniente, la luz de una madre ante la llegada de su hijo que vuelve al hogar desde un lejanísimo país. Tener un interlocutor grande y sencillo, honesto, entrañable y ameno al mismo tiempo, es como conectar con el espíritu lumínico y dulce de la felicidad. Sentirse entendido y amado, comprendido, es lo que todos buscamos aquí, en la tierra. Y en Iker Jiménez siempre he hallado comprensión, ternura y afecto, amabilidad. Sin estar junto a él, estoy en su compañía. En su voz burbujean los días cristalinos, la luz del estío, la mansa claridad que habitó mis entrañas cuando percibí el misterio en las horas azules de mi insólita niñez.

* Escritor