Oh Jesús! ¡Las cosas que hemos visto! Eh, sir John, ¿digo bien?» pregunta Robert Shallow, el rico terrateniente que, encarnado por Allan Webb, camina sobre la nieve, junto a John Falstaff (Orson Welles), camino de la Boar’s Head Tavern del Eastcheap londinense. «Cuando oímos las campanadas a medianoche maese Robert Shallow», le contesta Falstaff. «¡Las oímos, las oímos! ¿Eh, Sir John? ¡Las oímos! ¡Jesús, las cosas que hemos visto!», repite su interlocutor. Es quizá el pasaje de mayor fuerza evocadora entre los muchos que contiene una de las mejores películas de cuantas se han rodado sobre textos de Shakespeare. Y toda una lección de cine de Welles, famoso por Ciudadano Kane, pero que no dudaba en afirmar que si tuviese que presentar como aval una cinta suya para entrar en el cielo sería, sin duda, Campanadas a medianoche.

Sí, maese Shallow, las cosas que hemos visto. Y aún habremos de ver más. Porque el año finalizó para los cordobeses, hace unos días, sin que sonaran, por segunda vez en su historia, los últimos latidos de la noche de San Silvestre en el reloj de Las Tendillas. De modo que 2020 se desvaneció entre el aleteo de algunas gotas de lluvia sobre las calles vacías. Pero para el covid, al menos en España, el año no se cerrará hasta el 31 de enero, fecha en que se detectó el primer caso en nuestro país. Y ojalá en su medianoche pueda mecerse el rasgueo del carillón de la plaza sin el estremecimiento que la prudencia le evitó el pasado fin de año. Aunque la cosa no pinta excesivamente bien. Otros sí sonaron con cierta trascendencia. Así la vieja Ben (Ben es la gran campana, big, que por extensión da nombre al reloj de Westminster) tuvo doble protagonismo. A las once (las doce en Bruselas) y a las doce, Brexit y 2021 nacieron unidos. Y un poquito antes, apurando los plazos de la negociación hasta el máximo, un acuerdo de última hora propiciaba la desaparición de la verja de Gibraltar. Sí, maese Shallow, que cosas nos traen las campanadas de medianoche.

No hablemos de recuerdos, dice Falstaff, cuando su interlocutor le rememora una noche loca en el prado del molino de San Jorge, pero es difícil sustraerse a ellos y a la añoranza de otros tiempos al deshacerse entre las sombras los ecos de esas campanas, o las sirenas de los barcos entre la niebla de muchas localidades marineras. Lo comprobó la pareja de damas que puso sobre el tapete TVE, a la que en algunos momentos le pudo la emotividad en esa gran partida televisiva que supone la retransmisión de los tañidos de fin de año. Una tormenta perfecta de anhelos y evocaciones.

La medianoche es también la hora de esos nuevos fantasmas que propicia la realidad virtual con cuyas caras la televisión pública sembró la Puerta del Sol. Y cuyos aplausos en el concierto de Año Nuevo hicieron más fantasmal todavía el dorado patio de butacas de la Musikverein, vacío por primera vez en ochenta años, el día inicial de enero, en una edición que procuró minimizar los silencios entre pieza y pieza y en la que Riccardo Muti parecía a veces llegar a entrever al público ausente.

Bromeaba el año pasado Martin Llade diciendo que las polcas, valses, marchas y otras obras bailables de la familia Strauss «era la música de los guateques del siglo XIX» y a rubricarlo vino el vals Ondas sonoras que escribió para los estudiantes de la Politécnica de Viena, como otros que dedicó a los de Medicina o Derecho. Una pieza menor que, sin pretenderlo, tuvo su punto de oportunidad el día en que el Reino Unido causaba baja en el programa Erasmus. Tampoco se interrumpieron las primeras notas del Danubio azul antes de la tradicional felicitación navideña, transformada en un pequeño discurso del director italiano. Y hasta quizá a algunos televidentes les pudo llamar la atención oír las notas del actual himno alemán en el reportaje sobre Burgenland. Son las del Cuarteto emperador de Haynd, del que procede tras una larga historia especialmente problemática en lo que respecta a la evolución de su letra (a veces es mejor no tenerla). Y qué decir de la Marcha Radeztky sin palmeo… Si, maese Shallow, qué cosas hemos visto. Incluso contemplar la llegada de unos magos traídos por el viento.

Probablemente, las añoranzas son como la energía. Ni se crean ni se destruyen. Simplemente se transforman. Nunca se recuperan ni los años veinte, ni las rosas de la vida, ni el esplendor en la hierba, ni el trineo de Rosebud. Esos instantes, rememorados, solo son perennes dentro de nuestras personales vivencias. Welles nos dejó también Una historia inmortal para meditar sobre ellos. Quizá debamos empezar ya a hablar de la normalidad perdida, porque debemos transformarla en función de la experiencia acumulada. Y de esta manera construir las costumbres y circunstancias que compondrán las añoranzas del futuro. ¡Qué cosas vamos a ver maese Shallow! Que nos tocará recordar cada año... cada vez que suenen las campanadas de medianoche...