En este año 2021 que comienza no me será difícil pensar menos, y recordar aún menos todavía, para entregarme un poco más a la vida. Creo que voy por buen camino, porque todo lo que me traigo del 2020 es el lejano recuerdo de las uvas, que esta vez fueron especialmente rápidas y sobrias.

La verdad es que no significan mucho para mí estas fechas en las que fingimos que el contador de la vida se ha puesto a cero. Personalmente prefiero el principio del curso, porque puedo cerrar una carpeta del ordenador y abrir otra para el nuevo curso. Sea como sea, independientemente de nuestra preferencia de fechas, parece que debamos señalar un momento en el que se cierra un ciclo y se abre otro nuevo. Como si necesitáramos y quisiéramos darnos la oportunidad de comenzar la siguiente vida, siempre más elevada que la anterior. Pero al poco nos olvidamos de nuestras buenas intenciones y nos volvemos a comprometer en un nuevo recorrido que nos llevará por las mismas rutinas, que nos enfrentará a las mismas líneas en blanco, que nos dejará descansar en las faldas cálidas y acogedoras de las mismas diversiones, y que dejará agotado el arsenal de sonrisas que habíamos preparado para los momentos en los que el sol no sale, ni tenemos un mensaje esperando en el correo. Así hasta el nuevo punto y seguido. En una lista de tareas preparamos otros (o los mismos) propósitos, queremos desechar los defectos que nos reconocemos, abrazar la esperanza de que -esta vez sí- cambiaremos de vida. Visto así, parece que nuestra vida corriera sobre una cinta de Möbius, la superficie que solo tiene una cara sin principio ni final. La lista de tareas suele llegar intacta al nuevo ciclo, así que esos propósitos parecen inútiles; sin embargo, yo los siento como pequeños motores que hacen que renazca la ilusión agotada por esos días sin sol ni mensajes. Son pequeños esfuerzos que me exijo, y que apenas cumplo, pero que me empujan al menos levemente. Hoy me he parado a pensar que mi recuento anual de propósitos y deseos rara vez implica a alguien más allá del reducido mundo donde vivo: mi familia, mi trabajo, mis aficiones. Yo mismo.

El carácter egoísta de nuestra vida tiene un perfecto reflejo en estos días. Incluso en este tiempo de pandemia. ¿Os puedo preguntar cuáles son vuestros deseos para este año que comienza? Que sonría el que no haya pensado en salud para sí y los suyos. ¿Alguien se ha propuesto algo como compartir su puesto de trabajo y su sueldo con un parado? Tampoco yo; lo confieso. Los deseos de «paz en el mundo» y «que se acabe el hambre» son puros formalismos. Esos ingenuos deseos llenan las paredes de los colegios porque los padres no se atreven a confesar la verdad a sus hijos. Hacen muy bien: que mantengan la esperanza al menos un año más, como la ilusión de los Reyes Magos. Al fin y al cabo, no somos responsables de lo que ocurre en el mundo; para eso ya están nuestros políticos, aunque ellos solo son personas como nosotros mismos, y al igual que nosotros, puede que también ellos se formulen propósitos sencillos que luego tampoco alcanzan a realizar.

Ojalá que todos sepamos cumplir nuestros propósitos alguna vez antes de que la cinta de Möbius se rompa y tenga un final donde la lista ya no pueda ser retomada; al menos aquellos que consisten en expresarle a nuestros amigos cómo los necesitamos, cómo los queremos. Ojalá también alguien desee un verdadero cambio de rumbo en el mundo, para hacerlo más comprensivo y compasivo. Pero tendrá que desearlo firmemente y escribirlo con extrema claridad en una hoja de papel. Porque, como bien decía mi amiga Eva con su clara perspectiva matemática de la vida, los deseos se cumplen, pero hay que tener cuidado en formularlos correctamente porque el dios que los concede sigue al pie de la letra las instrucciones, y cualquier error o imprecisión en su formulación puede resultar fatal para nuestros propios intereses.