Quienes nos hemos preocupado desde el principio por la suerte del fundador de Wikileaks, Julian Assange, sentimos cierto alivio después de que un tribunal británico rechazase esta semana la solicitud de extradición presentada por EEUU.

Cierto, pero no total alivio, al escuchar los argumentos esgrimidos por la juez Vanessa Baraitser para justificar su decisión: el estado de salud mental y física del australiano y el peligro de suicidio en alguna cárcel de aquel país, donde podría ser condenado hasta a 175 años de cárcel por una ley contra el espionaje que data de los años de la Primera Guerra Mundial.

Algo especialmente preocupante para quienes consideramos tan desproporcionados como injustos los años que lleva ya detenido en Londres Assange y que atribuimos sólo una venganza por haber revelado las vergüenzas del Partido Demócrata de EEUU durante la anterior campaña presidencial y las graves violaciones del derecho internacional humanitario en las guerra de Irak y Afganistán.

Preocupante por cuanto, en su veredicto, contra el que Washington puede recurrir, la juez británica sólo pareció tomar en consideración la extrema vulnerabilidad de Assange a un sistema de detención tan cruel y brutal como el norteamericano mientras pareció avalar las razones políticas por las que el Gobierno de aquel país le reclamaba.

Vanessa Baraitser apoyó en efecto los principales argumentos esgrimidos por EEUU para poder juzgar al australiano como la calificación de lo que muchos consideran periodismo de investigación - las revelaciones de Wikileaks- como actividades de ciberespionaje capaces de poner en peligro la vida de sus agentes.

De aceptarse los argumentos de Washington, no solo Assange, sino un periodista de cualquier país que se atreviese a revelar los atropellos de los derechos humanos por el poder militar de EEUU podría ser detenido donde fuera y extraditado a EEUU.

La juez británica no pareció objetar, por ejemplo, al hecho de que mientras estuvo como asilado político en la embajada ecuatoriana en Londres, Assange hubiese sido objeto de espionaje por parte de Washington en flagrante violación de la confidencialidad que debe regir las relaciones entre el abogado y su cliente.

El australiano se refugió en esa sede diplomática para evitar su entrega a Suecia, que le reclamaba por unos supuestos delitos de tipo sexual, que Assange y su equipo de defensa consideraban solo un pretexto para su posterior entrega a EEUU.

En un intento de ganarse el favor de Washington, el nuevo presidente ecuatoriano, Lenin Moreno, autorizó la entrada de la policía británica en la embajada de su país para detener al australiano, que había buscado allí asilo, violando las condiciones de libertad bajo fianza que le había concedido el Reino Unido en espera de la decisión que pudiese tomar la justicia sueca.

Desde su nueva detención por los británicos y mientras se deterioraba a ojos vista su estado de salud, el fundador de Wikileaks ha permanecido, como si se tratara del más peligroso terrorista, en una celda de la prisión de alta seguridad de Belmarsh.

Si Baraitser logra finalmente evadir la acción de la justicia norteamericana, será pues solo por su fragilidad física y mental y no por la causa por la que ha luchado: el derecho y la obligación que tiene cualquier periodista de dar a conocer los abusos del poder, aunque sea el mayor poder del planeta.

Y lo más vergonzoso del caso es que muchos de los grandes medios internacionales que se beneficiaron en su día de las revelaciones de Wikileaks le volvieron más tarde la espalda, poniendo incluso en duda algunos de ellos que sus revelaciones fuesen realmente periodismo y no espionaje.

Post Scriptum. Terminada esta columna, me llega la noticia de que la juez Baraitser denegó la libertad condicional de Assange porque “todavía no ha ganado su caso”, dado que EEUU recurrirá el fallo contrario a la entrega y el australiano “tiene un incentivo para fugarse”. ¡Imposible mayor crueldad!