Al año 2020 se le puede acusar de muchas cosas, pero no de aburrido. El maremágnum de sucesos, encabezados por la pandemia, no han podido dejar indiferente a nadie. Si nos ponemos a recapitular, comenzábamos el año con un crecimiento económico del 2%, conseguido en 2019, y una tasa de desempleo del 13,7%. Teníamos prorrogados los famosos presupuestos de Montoro, una deuda pública sobre PIB del 95,5% y nuestro PIB per cápita y deuda pública per cápita eran parecidas (26.430 euros y 25.117 euros, respectivamente), con un déficit del 2,8%. La cosa no pintaba bien, había disminuido el crecimiento, y nuestra deuda se podía desbocar si no se controlaba el déficit; todo ello en un momento de contracción económica en Europa que tenía visos de ir a más y convertirse en una crisis, es decir, otra crisis económica en ciernes. Con todo esto, llega una pandemia en marzo, un virus que viene de China, llamado SARS-CoV-2, causa infecciones respiratorias, en su faceta más grave la muerte, y es contagioso.

Independientemente de la gestión gubernamental de la pandemia, de la que ya he dado mi opinión varias veces, el 14 de marzo nos confinan totalmente un mes y medio, más otro par de semanitas de desescalada. Esto provoca una debacle económica de la que aún no somos conscientes, ni se han visto todos los efectos. Lo primero que se hunden son todas las actividades económicas vinculadas con el turismo. Los europeos, principales clientes de España, dejan de viajar bien por temor bien por restricciones; de modo que cae un 97% la llegada de turistas extranjeros en junio y un 78% en julio. Los ERTE y los problemas económicos que han llevado o van a llevar al cierre de empresas de trasportes de viajeros, agencias de viaje, hoteles, etc. no se hacen esperar. La restauración, por la caída de clientes extranjeros y de nacionales, sigue también está senda, como el comercio (excepto alimentación) o la automoción. Total, que nos vemos cerrando 2020 con una caída del PIB al menos del 10%, probablemente la más alta de la Unión Europea, con un desempleo (sin contar ERTE) de alrededor del 18% (prácticamente del 50% si tienes menos de 25 años), sin duda el más alto de toda la Unión Europea, y más de 12 millones de personas en riesgo de pobreza. Además, nuestra deuda pública ya anda por el 114% de nuestro PIB y no hay quien nos quite casi duplicar el déficit público del año 2019.

Uno puede pensar: «Bueno, hemos pasado una pandemia, qué se le va a hacer». Y ahí es donde reside y lleva residiendo en quid de la cuestión desde el pasado mes de marzo, es decir, qué vamos a hacer para que no se cumplan los peores augurios económicos que ya se han vertido sobre el 2021. Esta pregunta se la ha de realizar sobre todo el Gobierno central, pero también los gobiernos autonómicos, ya que al final son ellos los que deciden qué se hace con nuestros impuestos. Sírvame esto para hacer aquí una aclaración: todo lo público se paga con el dinero que proviene de los ciudadanos, por tanto somos los ciudadanos quienes pagamos los servicios públicos, los asesores y las vacunas, a través de lo recaudado por las administraciones públicas de forma coercitiva; y que no me venga nadie con el tema de «me parece bien pagar impuestos», porque jamás he conocido persona alguna que no se cabree con una declaración de la renta a pagar, ni siquiera a aquellos que se les llena la boca con la expresión «lo público». Pues bien, el destino de nuestra economía está en manos de nuestros políticos, de esas personas a las que no les prestaríamos ni 20 euros porque no nos fiaríamos de ellos. La primera respuesta que nos han dado han sido los Presupuestos Generales del Estado, de los que me habría encantado decir que son esperanzadores, pero no lo son. De hecho, están marcados por las mentiras, el postureo, la falta de planificación, la búsqueda ideológica de votos, y la necesidad de contentar a independentistas de un lado u otro. Por tanto, y a riesgo de ser pájaro de mal agüero, el año 2021, que todos estamos deseando comenzar, no pinta nada bien en su vertiente económica; también es verdad que en la social todavía pinta peor, con gente tan profundamente aburrida y acomodada con su vida que se han inventado un enemigo imaginario y cree luchar en pleno siglo XXI contra el fascismo. La verdad es que hubiese preferido que se hubiesen inventado tulpas, aunque probablemente hubiesen comenzado a reclamar el derecho a voto de sus tulpas... Eso sí, al menos tenemos vacuna.

* Profesora de Economía financiera de la Universidad de Córdoba @msalazarord