El año que termina no será un año cualquiera. Como en todas las crisis o etapas de cambio hay una historia general, que es la que dicen los expertos de la que se nutre el subconsciente colectivo, y otra personal e íntima que nos pone frente a nosotros mismos. 2020 ha sido un annus horribilis, en cuanto al tremendo drama que ha supuesto la pandemia. Pero como sociedad hemos tenido que apostar por esos valores que a la postre son los que nos hacen avanzar y progresar. La solidaridad como palanca de adhesión o apoyo incondicional a causas o intereses ajenos se ha ido transmutando en fraternidad. Las situaciones extremas a las que la pandemia nos ha sometido de manera general y colectiva han afinado esas cuerdas que en demasiadas ocasiones chirrían o desafinan como son el afecto y la confianza propia de hermanos o de personas que se tratan como hermanos. La realidad certifica esta circunstancia con numerosas historias cercanas y mediáticas que todos conocemos y que tanto nos recuerda a algunos la parábola del buen samaritano. Hemos y estamos creciendo como sociedad pues no nos ha quedado otra, hasta para los más regazados, que desempolvar valores de nuestra cultura que consuetudinariamente siempre nos han sacado del barro del materialismo. Pero como decíamos también está el orden personal. Cada uno hemos vivido este año la pandemia introspectivamente y hemos tenido que buscarle el sentido a muchas situaciones personales. Esto siempre me ha recordado aquello de San Pablo de «...estamos atribulados en todo, más no angustiados; en apuros, más no desesperados; perseguidos, más no desamparados; derribados, pero no destruidos...». En definitiva, tanto individual como colectivamente hemos sentido que no estamos solos. Que la esperanza nos acompaña y así es como se ha de presentar este año nuevo. Por ello y por todo ¡Feliz 2021!