Una de las claves del éxito de la saga de Star Wars, Mandalorianos incluidos, se basa en la actualización de los mitos originarios: el Bien contra el Mal; la Luz frente al Lado Oscuro de la Fuerza. Es la revisión galáctica del Ángel Caído, y la rutilancia y las consecuencias de brillar. Etimológicamente, Lucifer es el portador de la luz, el más elegante de los atributos que se le ha permitido conservar a la multitud de denominaciones del diablo.

La luciferasa es una enzima oxidativa que libera luz, un marcador esencial de bioluminiscencia en los laboratorios y que de manera natural poseen las luciérnagas. Es curiosa la empatía del hombre con las luciérnagas: nos conforta descubrir su fulgor fosforescente en la penumbra, como si nos topásemos entre la hojarasca con una estrella fugaz. No reparamos en la etimología común con el demonio, siempre la luz como hilo conductor entre polos opuestos.

No han errado los negacionistas al mentar la luciferasa. Para hacer un bulo, hagámoslo bien hecho, burdo, capcioso y tremendo. El sector más radical demoniza contra las vacunas del coronavirus, alegando que en las mismas se incorpora un componente de luciferasa, un chip que nos controla y nos idiotiza, y que parangona a la comunidad científica con los inquilinos del edificio Dakota en el que Polanski situó su Semilla del Diablo. La credibilidad de ese mensaje es nula; un cero patatero, con perdón de la sabrosura de las patatas. Personalmente, ese mal uso de la luciferasa, más que a un gen transcriptor, me evoca a la Satanasa que cantaban Almodóvar y McNamara. Y no se preocupen por el proceso de idiotización, que ya está bien encarrilado sin necesidad de un pinchazo intramuscular. Resulta grotesco apelar a la sacrosanta intimidad cuando voluntariamente te zambulles entre spam y cookies; perfilas tu narcisismo o haces el chorras en Instagram; o picoteas «me gusta» a diestro y siniestro. Y la mayoría de las veces, sin una conciencia crítica de por medio.

Una crisis epidemiológica como la que estamos padeciendo no se cuenta por años, sino por siglos. Por ello, tras los dramáticos meses que el planeta ha conocido, merecemos una radiación de optimismo. Es difícil filtrar el efecto propagandístico de las primeras inyecciones de las vacunas, los codazos de los réditos políticos que intentan solapar muchos de los despropósitos padecidos en este tiempo. Sin embargo, es importante no quebrar una idea fuerza: la cohesión de la Ciencia, que ha sabido cooperar por un bien común; sin mediatizar la investigación por intereses partidistas, pero facilitando un intercambio de información sin egos propios ni nacionalistas que ha permitido obtener unos resultados que, en el crisol de la Historia, nos ofrecerá este lado bueno del avance de la humanidad.

No es malo emocionarse al contemplar la aplicación de las primeras vacunas y que, después de tanta lágrima, pueda escampar tras el diluvio. Sin temor a equivocarnos, esta va a ser la mayor campaña de vacunación de la Historia; una operación que deja chico el puente aéreo de los aliados para evitar el bloqueo soviético de Berlín Occidental. Este logro no es el avance hegeliano de los acontecimientos, sino el logro de científicos, investigadores y sanitarios afanados en una causa común frente a la abulia y el hedonismo de un porcentaje no desdeñable de la ciudadanía.

La vacuna ha llegado al final del año, con la quebradura del solsticio que avisa de la llegada de unos días más largos. La luz, siempre la luz.