El Gobierno ha querido terminar el 2020 con una ley de eutanasia y suicidio asistido. La primera ley española que regula el derecho a morir y a poder hacerlo bajo la atención del sistema sanitario público, fue aprobada por una amplia mayoría del Congreso de los Diputados el pasado 17 de diciembre. Una vez que pase su aprobación por el Senado, que se prevé como un mero trámite en marzo próximo, España será el sexto país del mundo, tras Países Bajos, Bélgica, Luxemburgo, Canadá y Colombia, donde es legal la eutanasia y el suicidio asistido. En Suiza, aunque la eutanasia activa es ilegal, está permitido el suicidio y la ayuda al suicidio, y se ha convertido en país receptor de personas que viajan allí con intención de terminar con su vida.

La aprobación de esta ley es bienvenida por aquellas personas que consideramos la muerte como parte de la vida, y que entendemos que, exigiendo precauciones y garantías razonables, la muerte voluntaria es un acto más en el ejercicio de la libertad individual durante la propia vida y, por tanto, merecedora de convertirse en un derecho. Pero como ocurre con otros derechos individuales que entran en conflicto con principios morales fuertemente arraigados en la tradición, la eutanasia y el suicidio asistido siguen teniendo muchos detractores entre ciudadanos e instituciones. De hecho, el Comité de Bioética de España en su informe ‘Sobre el final de la vida y la atención en el proceso de morir, en el marco del debate sobre regulación de la eutanasia: propuestas para la reflexión y la deliberación’, concluía por unanimidad de sus doce miembros que «existen sólidas razones para rechazar la transformación de la eutanasia y/o auxilio al suicidio en un derecho subjetivo y en una prestación pública».

Sin embargo, y más allá de esa recomendación negativa a una ley de eutanasia, si se lee con detenimiento dicho informe, se advierte la dificultad de llegar a conclusiones absolutamente incuestionables en unos terrenos tan resbaladizos como son la ética, la justicia y el derecho, más aún ante algo de una naturaleza tan fluida como la vida misma. En la introducción del informe se recuerda que su objetivo fundamental es contribuir al debate aportando una reflexión con argumentos bien informados y recomienda no caer en el recurso fácil de la descalificación de las opiniones encontradas. Aun así, se deja entrever desde el principio cuál será su conclusión: aunque presenta sucesivamente argumentos a favor y en contra de convertir la eutanasia en un derecho, selecciona de forma interesada varios axiomas que conducen inevitablemente a una recomendación negativa tanto sobre el derecho a la muerte como a que ésta sea asistida por la sanidad pública.

En su argumentación, el Comité de Bioética entiende en primer lugar que la vida de-be verse como derecho individual inalienable, que se convierte en un deber tanto de la sociedad como del propio individuo, de forma similar a la educación, que se aplica como un deber al hacerla obligatoria al menos hasta los 16 años. En segundo lugar, el Comité considera necesario aplicar el principio de absoluta precaución, entendiendo que de no hacerse así se corre el riesgo de que el derecho a la eutanasia sea un coladero para el homicidio y para la eugenesia. En tercer lugar, el Comité asume el principio de coherencia, y entiende la imposibilidad, por incoherente, de que el Estado pueda defender activamente la vida de los ciudadanos a la vez que desarrolla un sistema público que facilite la eutanasia o el suicidio asistido.

Desde mi personal visión científica de las leyes y sus principios, que entiendo solo válidos circunstancialmente mientras sean útiles para hacer predicciones que nos ayuden a gestionar nuestro paso por la vida, ninguna ley ni norma puede surgir de forma natural y necesaria. Todas son producto de una imposición o de un convenio. Puestos a elegir, yo me decanto por una ley conveniada que, obviamente defectuosa, solo será útil mientras la realidad pueda soportarla.

* Profesor de la UCO