Definitivamente, este es un año distinto. La última de sus significaciones es que se nos ha colado la Muerte en el Nacimiento. El canon universal, milites o no en el orbe de la cristiandad, es que por estas fechas te empalagues de desear paz a los hombres de buena voluntad. Se quedan las últimas razones, pero se resquebraja el envoltorio, la Navidad como arma arrojadiza de un maniqueísmo capcioso y desnortado. No faltan voces orgullosas e incluso pendencieras que proclaman su derecho natural a celebrar por todo lo alto estas fiestas, exhibiendo el evangelio y la misericordia de su egoísmo. Me importa un pimiento la tradición cuando deriva hacia la obcecación, y la dicha de aquel alumbramiento celestial se transforma en reclutar nuevos pastorcitos para la pandemia.

Mientras el virus muestra con sus mutaciones su inteligencia, y castiga a los británicos en las horas finales de su diáspora europea, aquí la mezquindad se ha aliado con la confrontación, o viceversa. Que la oposición se asiente en el mismo Gobierno, cuya última expresión es la revalorización del salario mínimo, es una maquiavélica muesca de absolutismo: la omnipresencia del Ejecutivo abarca incluso sus ausencias y sus contradicciones. Con esa función de juez y parte, por qué no dejarse tentar por la seducción de la innecesaridad de su fiscalización.

En el año en el que el coronavirus todo lo arrasa, se ha colado la eutanasia en el Pesebre. Pueden entrar en juego los luciferinos mecanismos de las agendas. Con una iconoclastia triunfante, por qué no laminar aún más las celebraciones navideñas, llegándose al paroxismo de que si en el Mensaje del Rey siempre se encuadra una Natividad, no es propio de un republicano cantar villancicos. En el Belén, se hable o no catalán en la intimidad, se aceptó colocar un caganet. Pero resulta grosero incluir la figurita de la Parca.

Pero nada más lejos confundir el fondo con la forma, o el contexto con el pretexto. La eutanasia va ínsita a la propia dignidad de la persona. El primer texto aprobado en el Congreso ha asegurado varios filtros de vida. Absténganse en el objeto del articulado los émulos de Werther, pues hay una razón fisiológica de peso para proponer voluntariamente, y hasta por cuatro veces, abandonar este valle de lágrimas. Está en todo momento en manos del afectado pulsar el botón del arrepentimiento. Habrá un registro de facultativos objetores, totalmente justificado por el comprensible choque ético entre salvar o aliviar vidas. Y quizá la deontología alcance su punto más crítico en esas Comisiones que se conformen para la validación de un firme y último consentimiento; la vía dulce y misericorde de gestionar el fin de una existencia, juntados a los ecos adversos y provocadores de los detractores, que insinuarían a los miembros de dichas Comisiones ser verdugos de guante blanco.

No hay martirologio en los Nacimientos, salvo el bellísimo y cruel realismo de algunos belenes napolitanos que incluyen escenas de la matanza de los Inocentes. El martirio es la soberbia de la fe.

La eutanasia tiene que ser la mayor depositaria de la razón, la conciencia de que la propia trascendencia personal se anticipa a lo irreversible. La insolencia era el mayor pecado de los humanos en el tiempo en el que moraban los Titanes y los Dioses. Quebrar el monopolio del último estertor no podría incriminarse por la religión del Dios que, precisamente, se hizo hombre. Bienvenida una digna regulación de la Buena Muerte, sin olvidar nunca que la Navidad es un canto a la vida.

*Abogado