Hoy, después de doce días de nuevo tengo ganas de hablar. Hoy de nuevo estoy aquí para presentar algunas reflexiones que creo pueden servir para entender la situación actual de la pandemia y, sobre todo, para comprender cómo nos sentimos los sanitarios que estamos al pie del cañón. He estado dos semanas confinado en mi domicilio, aislado de mi familia (de mi esposa, pues a mis hijos no los veo desde hace mas de 2 meses para que no me transmitan ellos a mí el coronavirus), y he pasado miedo. Miedo por mi salud y por mi vida, puesto que he visto demasiadas personas con los «mismos méritos» que yo enfermar y morir después de muchos días de sufrimiento para ellos y para su familia, aislados de todos sus seres queridos, con el miedo en los ojos, y con la única esperanza que éramos los sanitarios capaces de transmitirles en los pocos momentos que lo permitían, y nosotros teníamos fuerzas o fe en las palabras sin creer que estábamos mintiendo. Yo me he puesto en esa situación, he cambiado mi personaje y he pasado a ser enfermo, con mi angustia por mí, por mi familia, por mi esposa y por mis hijos. Y también he recibido muchas muestras de cariño que agradezco, que me han llegado a lo más hondo y me han reconfortado el alma.

Pero ahora creo toca retomar el papel de intensivista de nuevo. Presentar la enfermedad que nos ataca desde hace mas de once meses, y que nos ha cambiado la forma de vida que entendíamos como normal. La primera fase de la pandemia se nos presentó de forma inesperada, y los sanitarios tuvimos que ir aprendiendo día a día como atender a los enfermos, a utilizar tratamientos un día que al siguiente se sospechaba no servían para nada, con la única experiencia previa de las epidemias de gripe, y que después se demostró no eran comparables. A nivel humano los sanitarios de la Unidad de Cuidados Intensivos sufrimos la desesperación de no conocer la enfermedad, la frustración de las muchas horas de trabajo con escasos resultados, y la angustia de manejar esa información entre los enfermos y sus familias, y la conciencia de no poder transmitir un mínimo de confianza y esperanza. Esos fueron días de no parar de estudiar para poder hacer algo más, también días de miedo por nosotros y nuestras familias, aunque también de reconocimiento por parte de toda la población por nuestro trabajo, y de mucha gratitud.

Se tomaron medidas y todos entendimos que debía ser así, y creímos haber ganado cuando se controló la situación y las UCI quedaron sin enfermos covid. Pero fue solo un espejismo. Pronto volvieron los enfermos infectados, muchos más que antes, y en muchos casos con el conocimiento de donde se había fallado. Habíamos estado en comuniones, habíamos estado en bodas o en viajes. Nos habíamos creído que la enfermedad no iba con nosotros, que era algo que les pasaba a los demás y además solo afectaba a las personas con otras patologías previas, como si eso fuera un mérito o una culpa. Y así llegamos a la situación de los últimos meses, con muchos más muertos, padres, madres, hijos y hermanos nuestros, con más sufrimiento, pero con la desesperación de creer que nos lo habíamos buscado nosotros y que había estado en nuestras manos evitarlo. Durante todo este tiempo hemos perdido la oportunidad de vivir una vida que creíamos nuestra, hemos visto nuestra actividad diaria reducida a la mínima expresión, y los sanitarios nos hemos ido agotando en un esfuerzo continuo de responsabilidad y desesperanza, intentando protegernos para así poder proteger a los demás. Y hemos ido cayendo en la enfermedad, y hemos perdido a compañeros como Antonia Juan o Tomás Ureña, para llegar al mes de diciembre y presenciar con estupefacción que el gran problema es no poder comer en familia o con los allegados, no poder salir de cotillón, no poder brindar con cava o con lo que cada uno se pueda recomponer el espíritu sin atacar sin remedio el bolsillo. Y volveremos a creer que la infección es algo que les pasa a otros, que las personas sanas están seguras, esa seguridad que da la inconsciencia y deja a hijos sin padres o madres sin hijos.

Y llegaremos a enero peor que ahora, seguro, y volveremos a llenar nuestros hospitales con enfermos infectados, y deberemos dejar de atender a otros enfermos con otros méritos menos fugaces. Esperaremos que la vacuna nos devuelva a una situación previa de excesos y extravagancias que igual no merecíamos o no necesitábamos. Aunque en el camino habremos dejado a amigos, familiares, conocidos con «menos méritos que nosotros» para seguir viviendo, y a los que hemos puesto en peligro con nuestras actuaciones irresponsables en defensa de una forma de vida que creemos «normal». Pero nos quedará el sabor amargo de lo que perdimos en el camino, de lo que podría haber sido si hubiéramos asumido las responsabilidades individuales y hubiéramos dejado de esperar que otros asuman la nuestra para, si acaso, poder quejarnos sin miedo a equivocarnos.

Ahora aún estamos a tiempo de reaccionar, de cumplir, no solo con las normas que nos obligan desde la administración, sino con el sentido común en el que todos coincidimos. Y podremos disfrutar de nuestras familias sin necesidad de abrazos y besos, sin cantar a pulmón abierto con las burbujas saliendo por las fosas nasales, en una intimidad más profunda y llena, para poder así seguir disfrutando de ellos mejor y más tiempo, y con la satisfacción profunda de saber que hicimos lo correcto, que no arriesgamos la vida de los que nos importan tanto. Y lo conseguiremos con el esfuerzo de todos, y así un día poder mirar atrás y no llorar lo que perdimos, y no tener que culparnos con esa culpa onda, entrañable, que nos ahoga y nos envía al olvido a las personas que más quisimos para poder seguir viviendo. Así algún día podremos disfrutar de una Navidad más normal.

* Jefe de la Unidad de Cuidados Intensivos del hospital Infanta Margarita de Cabra