Hasta la llegada de la nueva política, la primera medida que tomaba un alcalde eran las suyas en la sastrería Pajares. Vestir el cargo iba más allá de una simple metáfora. Quizá porque nuestros actuales regidores optan por vestirse en «Modas Desaliño», la prioridad ahora es otra, y junto con el bastón de mando parece que reciben un mandato divino: construir rotondas.

La monotonía paisajística del centro de las ciudades patrias ( un Zara y un local vacío; una tienda de fundas para móviles y un local vacío; otra tienda de fundas para móviles y dos locales vacíos) se ha extendido al resto de la urbe, de ahí que Adriana Lastra reconociera que únicamente distingue Segovia de Valencia gracias al famoso acueducto romano que preside la ciudad levantina. El pensamiento único también ha alcanzado al urbanismo municipal y, para horror de los antitaurinos, desde el cielo toda España es una inmensa piel de toro llena de ruedos en su interior. Hace tiempo que nuestras vidas son ríos que van a dar a una rotonda.

La fiebre por las rotondas no conoce ideologías, y derechas e izquierdas coinciden en transformar cualquier palmo de terreno en un laberinto circular del que muy pocos han logrado salir ilesos. Unas tienen hasta seis carriles y un inmenso diámetro; otras, más modestas, se asemejan a su hermana pequeña la glorieta; y a la mayoría las rodean semáforos que parpadean en la inquietante ambigüedad del ámbar, pero todas comparten un fin común: poner en riesgo la vida de los conductores. El interior de las rotondas es una jungla de la que todos quieren salir y nadie sabe cómo. En ese sálvese quien pueda siempre destaca el conductor con vocación homicida que cambia de izquierda a derecha con la misma rapidez que un concejal de Podemos tras cobrar su nómina. Comparte protagonismo con el sabiondo aspirante a profesor de autoescuela capaz de provocar un accidente con tal de demostrar su conocimiento del código de circulación. Dicen los entendidos que solo hay dos formas de salir de una rotonda: eyectando desde el asiento del conductor, o dando más vueltas que Manolete en la Monumental de México. En el fondo, la rotonda es un trasunto de Las Ventas, de la que se debe salir triunfante o camino de la enfermería. Pero si abandonar la rotonda está al alcance de muy pocos, entrar en ella no le anda a la zaga. Es cierto que con un padrenuestro a San Cristóbal - y algo de suerte - es posible superar esa antesala de la rotonda que es el inevitable paso de cebra, pero al menos un par de avemarías más se antojan imprescindibles para adivinar las intenciones de ese Fiat 600 que, con el intermitente encendido, intenta abandonar la rotonda desde hace veinte minutos.

Ahora que con el nuevo año entran en vigor nuevas normas de circulación, quizá sea el momento idóneo para que alcaldes y concejales de tráfico se saquen por fin el carné de conducir. Pese a todo, llama la atención que sigan proliferando por doquier las rotondas. Hay quien dice que es porque Pablo Iglesias ha aprendido que en los cruces tienen preferencia los de la derecha.

* Abogado