La liturgia de la Iglesia sigue viviendo este tiempo de Adviento como preparación para la Navidad. Tiempo de silencio interior, de reflexión personal, de examen de conciencia, de conversión a Dios. «Una voz grita en el desierto: Preparad el camino al Señor, allanad su senderos...». Y surge este domingo con fuerza esa «voz» en la persona de Juan el Bautista, que despierta la alarma entre «los judíos», y mandan sacerdotes, levitas y fariseos a interrogar al Bautista. Querían saber quién era aquel extraño predicador que anunciaba una nueva luz, en la otra orilla del Jordán, fuera de la ciudad santa, el territorio de la religión oficial, que no tolera que se anuncie una luz al margen de la institución. Pero Juan no aceptó ni títulos ni cargos. Juan era «un donnadie». Su autoridad es su vida, su ejemplo, su libertad de todo y en todo. En La peste, la famosa novela de Albert Camus, que tanta actualidad ha recobrado en esta hora, aparece el padre Paneloux, jesuita, que trata de consolar a la gente de la ciudad de Orán, con sus homilías. Sube al púlpito y desde ahí entona reflexiones morales sobre la voluntad de Dios, sobre el pecado y la necesidad de conversión, pero, a pesar de su buena voluntad, que se le supone, no consigue consolar a sus feligreses, y mucho menos al doctor Rieux, que acaba maldiciendo un mundo donde el inocente sufre. Y, sin embargo, todo ser humano, aunque no lo reconozca explícitamente, aunque se cierre en banda, necesita ser consolado cuando todo cruje en su vida, cuando todo lo que para él era valioso se ha volatilizado. La necesidad de consolación es propia de un ser vulnerable y consciente como la persona humana. Este tiempo de Adviento es tiempo de «consolación». James F. Keeman, un jesuita norteamericano especialista en moral, afirma que ser cristiano equivale a «entrar en el caos de otras personas». En ese caos existencial que ha crecido con la actual pandemia, muchas personas han crecido como creyentes porque, empujados por el espíritu, han comprendido que la situación actual, por dura y exigente que sea, es una ocasión en la que el cristiano está llamado a dar lo mejor de sí mismo, como momento de gracia por el encuentro con el Señor y por la entrega a los demás. Junto a la voz de Juan el Bautista, otras muchas «voces, como la del papa Francisco, quien nos decía el pasado miércoles que «en estas situaciones, cuando parece que todo se derrumba, aparentemente sin escapatoria, hay una única salida: el grito, la oración, ¡Señor, ayúdame! La oración abre destellos de luz en la más densa oscuridad. Dios responde siempre, hoy, mañana, pero siempre responde, de un modo o de otro, siempre responde». La «voz» de Paul Caudel, que hablaba de «la pequeña esperanza, la hermana más humilde, más alegre y más atrevida». Aquel grito de Roger de Taizé: «Hoy más que nunca se eleva una llamada a abrir caminos de confianza hasta en las noches de la humanidad». O el amable «susurro» de Leonardo Boff: «En nuestra noche se enciende una Luz, que no se apaga nunca. Dios dice a nuestra soledad, a nuestras lágrimas, a nuestro consuelo, a nuestras flaquezas: Yo te amo». A la «voz» de Juan el Bautista se une un coro de «voces» entrañables y ardientes, como la de Henri Nouwen: «Cuando miro mis manos, sé que me han sido dadas para que las extienda a todo aquel que sufre, para que las apoye sobre los hombros de todo el que se acerque y para ofrecer la bendición que surge del inmenso amor de Dios».

* Sacerdote y periodista