En el gremio de los filósofos se recuerdan las palabras que Herbert Marcuse, postrado ya en la cama de una sala de cuidados intensivos, le dijo a Jurgen Habermas poco antes de morir: «¿Ves? Ahora sé en qué se fundan nuestros juicios valorativos más elementales: en la compasión, en nuestro sentimiento por el dolor de los otros». La capacidad analítica de Norberto Bobbio era extraordinaria: desmontaba pieza a pieza cualquier embrollo discursivo hasta que la cuestión objeto de debate resultaba transparente para todos. Abría sendas argumentales allí donde otros filósofos se enredan en esa maleza en la que su ignorancia se transmuta en palabrería. Sin embargo, al cumplir los noventa años, afirmó rotundo: «A mi edad importan más los afectos que los conceptos».

No son ellos, desde luego, los únicos que han destacado el papel de los sentimientos -y, más concretamente, de la compasión- en el desempeño de nuestra vida moral. Y es que en este ámbito la razón no basta. Incluso, según Hume, puede estorbar: «No es contrario a la razón el preferir la destrucción del mundo entero a tener un rasguño en mi dedo», dijo. Pues no hay argumento ético, por bien trabado que esté, que nos impulse a actuar (o a dejar de hacerlo) en una dirección determinada. Casi nadie hace el bien o evita el mal por obediencia a un silogismo. En nuestra infancia era el temor a las calderas de Pedro Botero el que nos empujaba a transitar por la senda correcta, no las pláticas del sacerdote. Pero lo que de verdad nos lleva a ser decentes unos con otros es la compasión. Ahí nos preceden -no podía ser de otro modo- los primates. El etólogo Frans de Waal ha estudiado cómo opera este sentimiento en bonobos o chimpancés. Es ese instintivo saber ponernos en el lugar del otro lo que nos hace ser «buenos». Frente al llamado «intelectualismo moral», la educación ética es, básicamente, educación sentimental. El principal hándicap de la compasión es que se ve fuertemente limitada por la cercanía: solo nos compadecemos del dolor ajeno cuando este se nos muestra «próximo» (Aristóteles dixit).

La carta de la enfermera Montserrat Juan, por su concisión, se nos presenta en este contexto como una parábola. Recordemos su caso: una enfermera, en medio de la angustia que mina al personal sanitario en esta pandemia, trata de explicar a un joven el efecto letal que sus hábitos noctámbulos provocan en otros, a lo que este responde «que no puede dejar de divertirse, que es joven y tiene que vivir. ¡Le he contestado que si para que él viva tienen que morir otros! Solo me contesta que le da igual, mientras no sean de su familia». Vemos aquí las dos notas antes señaladas: la inoperancia de cualquier razonamiento para excitar en otro un comportamiento moral y el alcance limitado de la compasión, circunscrita en el caso de este joven al ámbito de su propia familia.

Frente al efecto explosivo que en este desastre sanitario causan fiestas y botellones, hay quien sugiere que grupos de expertos impartan charlas educativas en los colegios; otros ceden esa función a los influencers; el ministro Illa, desesperado, busca apoyo en los futbolistas. No creo que estas pláticas, como las de los sacerdotes de nuestra infancia, convenzan a muchos jóvenes del sufrimiento que algunas de sus conductas provocan a su alrededor. Es necesario pulsar en ellos, de acuerdo con Hume, la cuerda de algún sentimiento. ¿El miedo a las multas, como si tales papelillos fueran oscuros recados remitidos por Pedro Botero? ¿O, más bien, fortalecer el sentido de la compasión? Pero, ¿cómo se hace eso? ¿Deberíamos pasar cada uno de nosotros (dejaré ya de señalar solo a los jóvenes) varias horas en una UCI para percibir cómo boquean los ancianos a nuestro lado, mientras una macabra orquesta de aparatos emiten esos pitidos de los que penden las constantes vitales de quienes se hallan conectados a ellos?

No tengo la menor idea. Pero si la enseñanza moral ha de ser una fuerza operativa y no solo un montón de palabras, debemos tratar de ensanchar ese estrecho círculo de amigos y familiares al que se refería el joven mencionado en su carta por Montserrat Juan. Alguien tan poco proclive al sentimentalismo como Charles Darwin sostenía que el progreso moral de la humanidad consiste, precisamente, en la expansión del círculo de la compasión, desde la familia o el clan hasta la nación y -más allá aún- a toda la especie. Tal vez de este modo entendamos (más bien: sintamos) que tomarse una cerveza pesa menos en el cómputo total de la felicidad humana que poner en riesgo por un motivo tan fútil la vida de un solo anciano, o de un asmático, o de un hipertenso.

(Incluyo este artículo, por supuesto, en el bienintencionado grupo de las proclamas fallidas, pues apelar al sentimiento -fuente última de la moralidad- a través de una cadena de razonamientos es justamente lo que en todo instante he tratado de desmentir, compruebo ahora que sin ningún éxito).

* Escritor