En los últimos días hemos podido ver el estado actual del antiguo edificio de la Escuela Técnica Superior de Ingeniería Agronómica y de Montes --Etsiam-- de Córdoba, grabada clandestinamente por Forgotten Iberia y Victor Raúl Urbex, y difundido ampliamente por las redes sociales y por la prensa local .

Los intrusos, autodenominados «exploradores urbanos», creen mostrar la realidad de una escuela, que no facultad como etiquetan erróneamente, recorriendo lo que para ellos son habitaciones, pasillos y tramos de escalera. Ciegos, no solo por su intervención con nocturnidad, no vieron lo más importante que se encierra entre todas esas majestuosas paredes. La ignorancia que acompaña a la ceguera hizo el resto.

Porque deben saber que nuestra ‘Escuela’ nació de las mismas entrañas de la tierra, de la voluntad de la Hermandad de Labradores y Ganaderos, que fue amasada por nada menos que un Justo entre las naciones, Don José Ruiz Santaella, un baenense que con su mujer, Doña Carmen Schrader, antepuso sus convicciones humanitarias a las obligaciones que le conferían su condición de diplomático, para salvar a tres mujeres del infierno nazi del pasado siglo, para años más tarde recalar en Córdoba y alumbrar su gran creación.

Una Escuela, con mayúsculas, que congrega a profesores y alumnos, que modela y enriquece experiencias, que instruye y comparte saberes. Una Escuela que crea escuela, que marca a quienes pasan por ella con los valores y principios de los que la sembraron y alimentaron con los mejores abonos: la seriedad y la honradez en el trabajo, y la entrega, el servicio a los demás y el valor. Una Escuela que es más, mucho más, que solo un edificio, es una familia de miles de mujeres y hombres que brotaron de las fuertes ramas de un árbol con profundas raíces, regadas por aquellas primeras cuadrillas de profesores excepcionales, hombres y mujeres colmados de ilusión y pasión que apostaron su felicidad y su vida a cuidar esa pequeña planta que los deslumbró de una sola mirada.

Sepan pues que la Escuela de Agrónomos y Montes sigue más viva y fuerte que nunca, porque lo que no pueden ver los que solo ven paredes y fachadas son las personas, las que forman y las que se forman, las que se asoman como un suspiro a por unas gotas de savia o las que vienen a recoger los frutos de aquella semilla que donaron sus antepasados. Una gran familia de profesores, personal de administración y servicios, estudiantes y egresados; de agricultores, ganaderos y selvicultores; de empresas, organizaciones y administraciones. Una Escuela inclusiva, de todos y para todos, abierta, que mira hacia afuera, que es generosa, universal y multicultural, que pone el centro en las personas, que se preocupa por sus sueños y sus desvelos, por sus ilusiones y sus frustraciones, que congratula y consuela.

Es una Escuela de luz, no de oscuridad; es una Escuela de vida, no de ruina; es una Escuela que no para de crecer robusta, majestuosa, bella y acogedora, como una Madre que, esté donde esté, no deja de velar nunca por cada uno de sus hijos, allá donde se encuentren, traspasando con su luz perenne los más oscuros pasillos y los muros más gruesos.