«¿Cómo se puede hacer felices a los hombres si no se les hace morales?» (Kant)

Desde el mes de marzo, prácticamente todas las cabeceras de televisión, radio y prensa comienzan o incluyen una noticia sobre la covid-19, es decir, sobre enfermedad y muerte. La recreación de la pandemia ha absorbido nuestra atención, y cualquier otra noticia ha sido engullida y desaparecido en tiempo récord. Paralelamente los teléfonos no han dejado de recibir mensajes: sobre la ineptitud del Gobierno, la ineficacia de la Administración o el desencuentro de los políticos entre otros. Todos ellos recibidos de contactos cercanos tanto ideológica como emocionalmente, lo que conlleva una endogamia del pensamiento y por ende una falta de análisis y discusión rigurosa. Durante este periodo se ha dicho una cosa y la contraria y se ha pedido, por ejemplo, el cierre y la apertura de bares, teatros y mercadillos en el mismo planteamiento. Y así ha sido la circunstancia concreta, sin una perspectiva general, la que ha generado opinión. Por otro lado, hemos dado credibilidad a quien su único mérito profesional conocido ha sido el grabar un video de minutos poniendo en entredicho no se sabe exactamente qué: el sistema sanitario, la gestión de un hospital, el uso de las vacunas o las mascarillas.

Parece que solo existe nuestro entorno. Y muy pocos han intentado ver la situación desde la posición del otro. De ese modo, hemos olvidado que nuestra convivencia se rige por una democracia representativa, garante de una pluralidad de visiones. Este sistema nos ha funcionado y hemos ido construyendo una moral colectiva que nos ha permitido una convivencia amable, como nunca conocimos. Esto es así porque cada uno de nosotros no puede conocer de todo lo que nos afecta y además desempeñar su cometido social. Por ello hemos consensuado valores y modelos de comportamiento encaminados al bien general que puedan ser imitados, procurando que las decisiones se tomen no por miedo al castigo o la represalia sino por la convicción de que se hace lo correcto. Las pautas morales no se deciden individualmente, ya que afectan e interesan a todos, de tal manera que la evolución social, política y científica debe y tiene que ir acompañada por el progreso moral y de la aceptación por parte de todos del estilo de vida.

Puede suceder y de hecho sucede, que los valores que un colectivo haya aceptado como idóneos sean contrarios a los consentidos y valorados por otro de los colectivos a los que pertenezca el individuo, y así, la moral de una familia, congregación, asociación, se confronte con la de la sociedad a la que pertenezca el individuo. Los cambios que se producen en la moral colectiva provocan fricciones y negociaciones entre los individuos de la sociedad, que no pierden su libertad para actuar de una manera u otra, sino que por el contrario, es esa libertad la que les faculta para ejecutar o no sus actos conforme a la moral predominante, que está condicionada por lo que la comunidad ha vivido hasta ese momento, y se construye evaluando lo que es moral y contraponiéndolo a lo inmoral y a lo amoral.

La democracia es un sistema político y un constructo social y cultural en el que los individuos van aprehendiendo y conformando el modelo de convivencia, siendo indispensable que cada individuo reconozca a los otros. Una sociedad es más democrática cuanto más respetuosos son sus miembros entre sí y ese respeto viene determinado por el cumplimiento de las normas sociales. Transgredir las normas morales afecta de manera directa a la convivencia e intimidad de las personas. Un Estado fuerte debe recoger unos valores básicos, que se apliquen por igual, que todos conozcan y que se atengan a los valores recogidos en las leyes. Esto transmite seguridad y confianza, sentimientos fundamentales para el desarrollo económico, político y social del Estado, pues de este modo el individuo puede conocer las consecuencias de sus actos.

España se rige por una democracia parlamentaria y la contribución de los ciudadanos al sistema mediante el voto, el tejido asociativo, sindical, empresarial... Esa participación favorece y fortalece la evolución de la moral colectiva, la confianza en el gobierno y en los dirigentes de la nación, fomenta un espíritu de justicia y favorece el cumplimiento de la norma. A la moral colectiva le interesan las leyes que marcan las pautas de comportamiento, como las que afectan a la preservación de la naturaleza, el derecho a la sanidad y educación, el consumo de transgénicos, las que regulan la tenencia de animales o el uso de la mascarilla. Leyes que emanan de la voluntad de todos y que todos debemos respetar, no debiendo ampararnos en nuestra falta de entendimiento o en el desacuerdo con las mismas para transgredirlas.

Vivimos «tiempos recios» y necesitamos más que nunca la confianza en las instituciones y en general en nuestro sistema y clase política. Apelar a los sentimientos de frustración, ira, desesperanza, resentimiento, odio, es apelar a la individualidad de cada uno, apartándolo del colectivo, es provocar que el individuo no se sienta representado por el Estado y que sueñe derribar el sistema, y no debemos olvidar que lo que ha movido de siempre a la humanidad han sido los sueños.