Una mañana, el conductor de un programa de radio abrió los micrófonos para que los oyentes expresaran su opinión sobre un determinado asunto de actualidad. A los pocos minutos, entró en antena un señor de Canarias. Ni siquiera recuerdo el tema a debate. Muy educadamente, el oyente rogó: “¿Podrían ustedes dejar de decir ‘una hora menos en Canarias’? No es una hora menos, es la hora de Canarias”.

En esa particularidad caprichosa del meridiano de Greenwich comienzan los problemas del archipiélago. Desde la península existe la creencia hace muchos años de que en las Islas Canarias se puede actuar una hora después de hacerlo en cualquier otro punto del país, sin prisa, a nuestro ritmo, mejor en horario peninsular, que es cuando las cosas importantes ocurren de verdad. Apliquen la sencilla e incontestable argumentación del oyente para entender de qué modo actúan los gobiernos de España de cualquier color sobre lo que pasa en La Gomera o El Hierro: tarde, con retraso, en horario de Madrid, Valencia o Barcelona, a dos horas de avión, a dos mil kilómetros de la Puerta del Sol, frente a las costas de África.

El problema de los dos mil migrantes hacinados en el muelle de Arguineguín es un problema horario porque el Estado llega tarde a Canarias, como casi siempre. La migración, ya se ha dicho muchas veces, es una cuestión global que requiere soluciones locales, a ser posible previstas de antemano o con un equipo al frente con suficientes reflejos y capacidad de actuación, y España se está viendo incapaz de gestionar un formidable rompecabezas cuyo caos ha puesto de manifiesto que el problema se le ha ido de las manos. El evidente desbarajuste entre las administraciones responsables de gestionar la llegada en cayucos de 2.000 personas a suelo canario (a suelo español) se ha revelado esta semana en toda su magnitud, cuando sin saber muy bien de quién partió la orden y agravado el asunto por el contexto sanitario de la pandemia de coronavirus, un mando policial local optó por “liberar” a 227 migrantes llegados a Arguineguín y abandonarlos por las calles de Mogán, un municipio de 20.000 habitantes incapaz de controlar la situación por sí solo. Imaginen: el número de migrantes atrapados en el muelle representa el 2% de la población de Mogán. Momentos después ya teníamos a los de siempre exhibiendo banderas y sembrando el miedo, echando queroseno al fuego de la xenofobia, mientras los que habían llegado en patera deambulaban por las calles como zombis a la espera de que alguien les dijera dónde ir, qué hacer, a quién recurrir, al cobijo de la solidaridad de la población y esperando que alguien les dejara usar el móvil y llamar a sus familias. En contra del máximo de 72 horas prometido para permanecer en el muelle, algunos de ellos sumaban ya 21 días al raso, durmiendo en el suelo y sin apenas información.

La población canaria no tiene culpa ninguna de lo que pasa en Arguineguín; mucho menos los migrantes, que dejan atrás una vida huyendo de la pobreza. El hambre y la libertad no conocen fronteras, y qué sabe la naturaleza de los límites geográficos que le pone el hombre. Tampoco tiene culpa el Gobierno de la política local que marcan Marruecos, Argelia o Mauritania, países de dudosa reputación democrática por más que se ponga el foco en Venezuela. Culpa no tiene el Gobierno en cuanto al origen, pero sí es responsable de la gestión y de minimizar los brotes de aporofobia. A pesar de que la situación no es nueva, se ha tirado, como casi siempre, por el camino de la improvisación: montar de forma precipitada una especie de campo de refugiados para amontonar el problema y arracimarlo en tiendas de campaña, mientras las administraciones ganan tiempo en la búsqueda de soluciones que no alteren el orden social ni den argumentos al griterío de la extrema derecha.

Con dos mil personas que ‘gestionar’ y en mitad de una oleada de pateras y cayucos llegando a las costas canarias, baleares y de la Península, no es conveniente perderse en filosofías sobre el asunto de origen (la hambruna en África) porque ya es más que conocido, lleva años debatiéndose y nadie actúa en materia de política exterior, sino en el problema que ahora amontona a cientos de personas en un campamento. Las soluciones globales debieron llegar antes. Ahora toca actuar con urgencia desde la humanidad y la solidaridad, quitándole presión a todo el archipiélago y, posiblemente, repartiendo a los migrantes por la península. Dirán que tampoco es solución y que es evidente que ello representa únicamente suturar la herida, pero no se trata de extender un problema, sino de compartirlo, dado que la situación en Canarias comienza a ser asfixiante para sus autoridades, para sus ciudadanos y para los propios migrantes. Y no hay tiempo que perder. Ni siquiera una hora menos.

* Periodista