Tiene razón el conocido periodista alemán Wolfgang Münchau cuando escribe que “el único favor” que Donald Trump ha hecho a los europeos es dejar claro a nuestros gobiernos de que la UE necesita una política exterior independiente, que acabe con el seguidismo tantas veces practicado en relación con Washington.

Se felicita Münchau, por ejemplo, en un artículo publicado en El País, de que la UE se haya encomendado finalmente a sí misma “el mandato de imponer sanciones comerciales unilaterales”, es decir, con independencia de la Organización Mundial de Comercio, paralizada desde hace tiempo por el bloqueo de Trump, quien ha demostrado no creer en las organizaciones multilaterales.

Si una sola cosa hay que concederle, por otro lado, a un personaje tan repugnante como Trump es que haya sido el primer presidente estadounidense desde hace décadas que no ha emprendido ninguna guerra contra otro país, a diferencia de sus predecesores George W. Bush o Barack Obama, cuyas intervenciones en Afganistán, Irak o Siria han constituido un desastre para esos países además de un quebradero de cabeza por sus consecuencias para los europeos. Otra cosa son las guerras económicas, también devastadoras, emprendidas por el despótico líder del llamado “mundo libre”.

En el terreno militar, Trump se limitó a intensificar la campaña contra el Estado Islámico que inició su antecesor y logró acabar así con el califato que ése había montado en Siria, lo cual no significa ni mucho menos que haya terminado el peligro islamista, como lo estamos viendo por los últimos atentados en suelo europeo. Además, en el último momento, EEUU abandonó a su suerte a los kurdos, que tanto habían ayudado a su Ejército estadounidense en ese combate.

El principal y casi único objetivo del Donald en la región era fortalecer a sus principal aliados, Israel y Arabia Saudí, y aislar mediante un embargo implacable a Irán, sin que le importase lo más mínimo desairar a los europeos, descolgándose del acuerdo nuclear con Teherán, negociado por su predecesor en la Casa Blanca junto a Francia, Alemania, Gran Bretaña, Rusia y China.

Como tampoco tuvo el menor reparo en desafiar al mundo entero, retirándose del acuerdo de París sobre el cambio climático o suspendiendo, en plena pandemia, su colaboración con la Organización Mundial de la Salud.

El Gobierno de Trump acabó, por otro lado, con el espejismo de sus predecesores, desde Clinton en adelante, según el cual la integración creciente de China en el sistema de libre mercado transformaría su régimen político, volviéndolo más liberal. Su Gobierno llegó a la conclusión de que el país asiático había sabido sólo aprovecharse de la apertura de los mercados occidentales sin abrir a su vez el suyo.

Lo explica de modo realista Nadia Schadlow, ex responsable de estrategia del Consejo Nacional de Seguridad, en un artículo publicado por la revista Foreign Affairs: el mundo ha dejado atrás, según ella, el “mito del internacionalismo liberal” y ha entrado en una era de “interdependencia y competitividad”, en la que los Estados nacionales, y no las organizaciones transnacionales, son los actores principales.

Schadlow critica, por contraproducente, el tono grosero empleado por Trump con los aliados europeos, reconociendo implícitamente que Washington necesita también a la vieja Europa para lograr sus objetivos, entre ellos los relacionados con el país que le disputa la hegemonía económica: la China actual. Sin embargo, señala que “la rivalidad es y seguirá siendo un elemento nuclear de la política mundial”, algo que la cooperación transnacional no logrará obviar.

Trump ha roto con el consenso existente tras la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial según el cual Washington era el garante final del orden mundial y ha abusado descaradamente del enorme poder militar y financiero estadounidense sin la ningún tipo de cortapisas y sin prestar la mínima atención a los derechos humanos, cortejando, por el contrario, a déspotas y monarcas feudales.

Como señala, por otro lado, Münchau, hace ya tiempo que Estados Unidos descubrió que el dólar y los mercados de capitales de ese país podían ser un poderoso instrumento de política exterior mediante la imposición de sanciones primarias y secundarias: así, por ejemplo, en el caso de Irán, amenazó a las empresas y a los bancos europeos que no respetasen las sanciones unilateralmente decididas contra Irán con no permitirles el acceso a los mercados de dólares.

Y lo único que impide a los europeos hacer lo mismo es, afirma ese analista, es “el complejo de inferioridad”. El euro, argumenta, puede que no ser “tan fuerte como el dólar, pero sí lo suficientemente fuerte (...) Nosotros también podemos amenazar a las empresas no europeas, incluidas las multinacionales estadounidenses con impedirles el acceso a los mercados de capital europeos”. Es algo que uno mismo lleva ya tiempo preguntándose. Pero para ello, Europa debería estar más unida de lo que está actualmente.