Hoy, uno de noviembre, celebramos la solemnidad de Todos los Santos, y mañana, la Conmemoración de los fieles difuntos. Dos celebraciones entrelazadas en la liturgia de la Iglesia, que nos invitan a mirar la esencia misma del cristianismo, para su vivencia más auténtica, y la meta final, la «estación término» de los cristianos y de todos los «buscadores de Dios», que no cierran sus entrañas a su acogida y su bondad. En cierta ocasión, un periodista lanzó esta pregunta a monseñor Juan María Uriarte, quien fue obispo de Zamora y de San Sebastián, y desempeñó el papel de mediador entre el Gobierno y una banda terrorista: «Señor obispo, ¿cree usted que irá al cielo?». Y el prelado respondió: «Pues creo que sí, pero no por lo que yo hago, por mis obras, sino por la misericordia de Dios, por la bondad de Dios». Julián Marías, filósofo creyente, declaraba que «la gente admite con frivolidad increíble que cuando alguien muere se acaba. ¿Cómo se va a acabar? El que crea eso es que no ha querido nunca a nadie de verdad. La idea de que las personas se aniquilan es incomprensible, monstruosamente inverosímil». Enlaza este pensamiento con el epitafio que Jean Guitton mandó colocar en su tumba: «La vida se transforma, no se quita». Por eso, el papa Juan Pablo II aquilató su definición de lo que es el «cielo», ofrecida a la humanidad en el año 2000: «El cielo es la plenitud de la vida en la intimidad con Dios». Ha sido el papa Francisco el que nos ha hablado de Dios, acercándolo a nuestras vidas con sus brazos infinitos abiertos de par en par para acogernos en todo momento, para abrazarnos con ternura. Y nos dice en su Exhortación apostólica Alegraos y regocijaos: «Me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: en los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo. En esta circunstancia para seguir adelante día a día, veo la santidad de la Iglesia militante. Esa es muchas veces, la santidad «de la puerta de al lado», de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios, o, para usar otra expresión, «la clase media de la santidad». Hoy la Iglesia conmemora a los santos y santas, con peana o sin peana, que se han ido sucediendo en la historia de la humanidad. Unos han subido a los altares; otros, no. De unos tenemos noticias; otros han pasado sin hacer ruido. Fueron personas de diversas civilizaciones y culturas, como leemos en el Apocalipsis, pero todas ellas fueron «santas», es decir, gratas a Dios. El evangelio que hoy se proclama en las eucaristías nos ofrecerá la «bienaventuranzas», los caminos que encauzan nuestras vidas por la senda del bien, de la entrega generosa, de la solidaridad ardiente. Un cristiano es un encargado de construir «espacios de cielo en la tierra» y ofrecerlos a los demás. Pequeños espacios de buen hacer, -familias armónicas, amistades sólidas, entornos de trabajo centrados en las personas-, que nos permiten vivir concretos momentos de gloria. Ahí pregustamos realidades que querríamos que duraran «para siempre». Se abre así nuestro apetito de esa «vida eterna», que parece ser nuestro destino y que sigue siendo misteriosa. El amor, lo sabemos, no busca repetir experiencias, sino eternizar encuentros.

* Sacerdote y periodista