Este año 2020 no merece ni una broma más. Este año de derrumbe desde que nos engulló una tragedia que ya ha apartado de nuestro lado a decenas de miles de compatriotas y aún nos devora, deberíamos dejar de lado la frivolidad de Halloween y recuperar el sentimiento de duelo y añoranza que nos envolvía tiempo atrás el Día de Difuntos. Este año 2020 ya hemos visto demasiados monstruos, experimentado suficiente terror, soportado más máscaras de lo deseado, y padecido en exceso el «truco o trato» de la incompetencia. Ya bastante nos ha arrastrado el instinto de supervivencia a ejercitar de manera casi festiva entre aplausos, caceroladas, disfraces, y memes chistosos la desdramatización de una realidad que nos ha superado. A ver quién se ríe ahora. Llegado ya el otoño de este año de pandemia, alcanzado el Día de Difuntos sin apenas mejora en las expectativas, comprobamos con estupor cómo la realidad del drama ha empequeñecido los peores pronósticos iniciales, lo ajeno se nos ha hecho próximo, y pocos son los que a éstas alturas se atreven a poner fecha a la esperanza. Si acaso alguna que otra secuela de ceguera entre los que todavía se obstinan en seguir instalados en el confort de una irresponsable negación, esa que tanto alentó aquella mala jugada bautizada por la creatividad de cualquier manipulador de turno con el irónico oxímoron de «nueva normalidad». Pocos eslóganes políticos han podido hacer tanto daño y tener menos consideración para con los ciudadanos que les han otorgado su confianza. Aparte del contrasentido de que si era nueva no podía ser normal, cómo se puede calificar de normalidad una situación en la que un virus mortal campa a sus anchas. Mejor olvidarlo, no merece la pena incidir más en este asunto cuando el tiempo, que es el que acaba siempre teniendo razón, nos pone ahora por delante un nuevo estado de alarma como resultado del maldito eslogan. No cabe duda de que todo en el Universo es equilibrio. Nuestra propia existencia es una balanza de luces y sombras. Nadie llega a valorar en su magnitud la dicha de vivir hasta que no ha conocido la pérdida, como tampoco nadie aprecia en su medida la salud hasta que no conoce la enfermedad, y así podríamos seguir con el amor, los bienes, la naturaleza... Hasta hace menos de un año no éramos conscientes de la gran fortuna de no haber sufrido jamás una pandemia tan devastadora hasta que nos ha tocado padecer ésta. Una pandemia que ha hecho del 2020 un Año de Difuntos. No solo ha fallecido una ingente cantidad de personas, también se han quedado en el camino infinidad de proyectos, ilusiones, compromisos, estudios, puestos de trabajo, empresas, e incluso momentos irrecuperables para nuestro tránsito vital que solo hubiesen sido realizables con ese libre contacto entre amigos y familiares que hoy se hace tan extraño. Año de duelo por la pérdida de una forma de vida que nos ha sido arrebatada de improviso. Los psicólogos pautan una serie de fases en su proceso que hasta el momento parece que se vienen cumpliendo. Lo negamos al principio, nos enfadamos después buscando desesperadamente culpables, llegó el verano y fantaseamos queriendo creer que la habíamos recuperado, y es solo ahora cuando por fin hemos llegado a lamentar la certeza de lo perdido. Cuando alcancemos la última fase, la que solo el paso del tiempo puede madurar, aceptaremos la realidad de unos nuevos patrones en los que encontrar de nuevo un equilibrio al que volver a llamar, esta vez con fundamento, normalidad. Puede que entonces seamos capaces de valorar y disfrutar lo verdaderamente importante con la perspectiva de esta inyección de humildad en alta dosis que nos ha infligido este año 2020, Año de Difuntos.

* Antropólogo