Opinión | Bajo el puente de hierro
Fartusco
Se habla mucho de la mala follá granadina, pero muy poco del fartusco cordobés
Lo moderno es hacer cosas de antiguos y decir que lo que era moderno hace dos días ya es cosa de antiguos. Parece confuso, pero me agradeceréis este esforzado resumen, sobre todo cuando hagáis vuestro propio pan, aliñéis el vermú con Larios u os paseéis por la ciudad con preciosas, pesadas e incómodas bicicletas. Los tiempos van muy rápido, como patinetes eléctricos por la acera. Quizá no tanto. De la tristeza uno pasa al mal humor como quien del potaje va a las natillas. Se habla mucho de la mala follá granadina pero muy poco del fartusco cordobés, del que me considero un buen exponente y ejemplar a proteger. Hay días en los que no me soporto y lo alivio no soportando a los demás. Dicen que vivimos tiempos líquidos, pero para mí la textura de los días es chiclosa e intransitable. El fartusco no tiene gracia ni lo pretende, en esa humildad está su fuerza. Dios nos libre de los graciosos y de los magos de sobremesa. Dios nos libre de los políticamente incorrectos y de los que nacen sabidos. El fartusco sabe que su único patrimonio es el silencio y, si lo rompe, que sea solo por meter la puntilla. Si dice algo lo hace con maldad y a regañadientes. En cada frase deja claro que su mundo no es de este mundo, que está en contra de todo y de todos. Si cae mal lo lleva con orgullo y condescendencia. Es un picapedrero del mal genio, el suspirito en la mesa, la fuga airada, el terremoto de alcoba. Al fartusco se le llama fartusco para ofenderle, pero es un piropazo, un reconocimiento a su oficio incansable, a su cuna. Molestar es un arte noble, como la poesía, el boxeo o el forrado de libros de texto.
Creo que lo más importante que me han enseñado mis padres ha sido esto de tener la capacidad de ganarme el cariño de otras personas sin necesidad de dar pena, quejarme o contar miserias, propias y ajenas. No es habitual esta sencillez del ánimo. Basta con ser. Y si te quieren bien y si no te quieren, a juir. Ser amable sin alardes. Escuchar de vez en cuando. Coger el teléfono si te llaman, ayudar en la medida de lo posible. Contar alguna pena, vale; pero sobre todo compartir las alegrías. Y si lo haces, si muestras al mundo tu dicha, hacerlo sin venganzas ni hipérboles ni maquillaje. Con cálida mesura. Es un manual con apenas un par de páginas. No os creáis. Pero no se estila. Es más, diría que está pasado de moda, como las botas blancas, esas que nos permitían llamar cariñosamente Vegeta a nuestras novias. Era el año dos mil. Íbamos a los botellones de Gran Vía Parque. Si era invierno, sujetábamos los vasos de plástico con guantes. Contábamos el chiste del esquimal. Pedíamos hielo a otros corrillos. Eran otros tiempos. No mejores. Pero eran aquellos.
Con el tiempo aprendí a que uno no puede caer bien a todo el mundo. El salmorejo sabe a lo que sabe y el paladar es de cada cual. Me he hecho fartusco con la edad. De joven era más risueño. Pero me voy mimetizando con los barriles y las esquinas, ya noto dentro de mis venas el caudal cordobés de la sangre, que no es rojo brillante sino de un tono ahigadado. En la edad uno deja de hacer concesiones y se centra en sus propias miserias, deja de escuchar los cuentos ajenos y se enfrasca en sus propios relatos. No es fácil la vida del que pretende vivir liviano. Cada mañana es luz arrancada a la oscuridad infinita. Un permiso del sepulturero. La semana pasada estuve triste, en esta voy del cansancio al fartusquismo. Pronto se pasarán estos ánimos como las nubes secas y este viento incordioso. El tiempo pone a cada uno en su sitio, dije una vez en el desayuno, y a la semana siguiente me echaron del trabajo. Cuidado con lo que decís. Abrazaos a la inoportunidad del fartusco. Toread los días sin arrimaros. La vida es una cornada de una sola trayectoria.
* Escritor
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