Por aquello de que el talento no se hereda, un bisnieto de Agatha Christie ha adquirido efímera fama al sucumbir a la matraca activista y cambiar el título de la novela Diez negritos. Tras vivir durante décadas del trabajo de su bisabuela, James Prichard - que así se llama la criatura- ha descubierto tintes racistas en el nombre de la obra de su bisabuela, que ahora se intitula Eran diez. Preguntado por lo ingenioso del nuevo título, James reconoció que le vino a la cabeza al recordar la adivinanza que todas las noches le proponía su madre antes de dormir (« Jaimito; adivina, adivinanza: ¿cuánto suman cinco y cinco?»), y que finalmente pudo resolver el día de su trigésimo noveno cumpleaños.

Una nueva moralidad se ha instalado definitivamente entre nosotros, y los más tontos del lugar han sido elegidos sus guardianes. El mismo abismo al que peligrosamente nos acercamos es el que separa a los censores de nuevo cuño de los verdaderos adalides contra la discriminación que ha conocido la historia. Del «tengo un sueño» de Martin Luther King al «tengo sueño» que parece traslucir la cara (dura) de los actuales prebostes de lo políticamente correcto, hemos perdido algo más que un simple artículo indeterminado. Si de su buen hacer dependiera, Nelson Mandela seguía en la cárcel. El trato desigual por razón de nacimiento o raza no se combate con bobadas como la reinterpretación (sic) de Lo que el viento se llevó que propone una televisión por cable a la que parece habérsele cruzado un ídem, ni llamando afroamericano a un delantero de raza negra del Athletic de Bilbao nacido en Baracaldo. Increpar a los policías nacionales en Zaragoza por los desmanes cometidos por unos agentes en Mineápolis, o boicotear la compra de «conguitos» por su caricaturesco logo - que para disfrute de mi amiga Pilar siguen requetebién vestidos de chocolate con cuerpo de cacahué - es alcanzar las más altas cotas del ridículo, algo que solo estuvo al alcance de Michael Jackson y su blanqueo dérmico.

Hace unos días cayó en mis manos el último número del subvencionado boletín de la asociación ampurdanesa contra el racismo, la xenofobia y la discriminación por razón de género en las señales de tráfico, entre cuyas interesantes páginas encontré un test con el inquietante título «¿Es usted racista?». Desde entonces ando desolado, pues, tras comprobar mis respuestas, resulta que lo soy en grado sumo. Debo corregir inmediatamente mi forma de actuar, y ya estoy dando los primeros pasos. Ahora, al oír a la ministra de Hacienda, no pienso que hable en chino, ni creo que el ministro de Sanidad se haga el sueco cuando le preguntan por los muertos de la pandemia. Ya no sospecho que Fernando Simón haga humor negro, o que el desaparecido ministro de Universidades sea un punto filipino. Las medidas aprobadas por el Gobierno no me parece que sean jugar a la ruleta rusa, ni estimo que en el Consejo de Ministros estén todo el día haciendo el indio. He dejado de aspirar a que, mejor antes que después, Pablo Iglesias se despida a la francesa, y no es del todo justo pensar que la designación de cargos en Podemos sea una merienda de negros. Está por demostrar que Carmen Calvo sea la oveja negra de su familia.

Estoy muy satisfecho con mis progresos, especialmente cuando al ver la cara del presidente del Gobierno a la vuelta de sus vacaciones me dije que, con tantos baños de sol, tenía la cara del color del carbón o de la oscuridad total. Ahora que no hay moros en la costa, les diré que veo mi futuro cada día menos negro.