Hace tiempo que el fenómeno ocupa llegó para quedarse. Tanto que la k inicial con que se adornaba la palabra, a modo de transgresión de las reglas ortográficas y de las otras, se ha reconvertido en c corriente y moliente, como si la normalidad se hubiera instalado en este azote comunitario que crece a golpes de crisis. En principio, por okupa, con k, se designaba a un hombre o mujer antisistema que ocupaba un edificio público abandonado para darle uso social; se trataba de un movimiento radical, eso sí, pero nacido para sacar beneficio colectivo de inmuebles desaprovechados que una vez rescatados del deterioro con sus propios medios eran puestos al servicio de los ciudadanos, como sucedió en Córdoba con el antiguo colegio Rey Heredia. Pero a la sombra de esta iniciativa casi romántica, liderada por especies de Robin Hood que ofrecían a los pobres lo que quitaban a los ricos -y las administraciones, al menos en valores relativos, siempre lo son-, ha cobrado auge la usurpación pura y dura de la propiedad privada. Un abuso amparado por la permisividad buenista de algunos, que solo crea indefensión, aparte de revelar las fisuras de un sistema judicial lento y falto de medios que responde tarde a la persona despojada de su vivienda o local.

Unos dos años puede durar el pleito desde que alguien da una patada en la puerta sabiendo que la casa está deshabitada aunque solo sea por temporadas -ahora las segundas residencias son también objetivos deseados- hasta que se resuelve en los tribunales. Y eso si por entonces siguen en ella los mismos que la allanaron. Porque lo normal es que estos, llevados y traídos por mafias que tienen como negocio la ocupación ilegal, hayan sido reemplazados por nuevos inquilinos invasores, con lo cual la pesadilla vuelve a empezar de cero. De poco sirve pedir ayuda a las fuerzas de seguridad, cuya irrupción en el lugar ocupado para poner orden atentaría contra la «inviolabilidad del domicilio» que asiste a quienes lo han violado por la cara. También sería una tontería, y gran temeridad, que la víctima intentara el desalojo por su cuenta. Como mínimo, acabaría acusada de coacción y allanamiento de su propia casa, mientras lo más probable es que la infracción del ocupa no pase de falta leve. El proceso es tan largo y tan grande el desgaste anímico y económico -se calcula en unos 25.000 euros por el lucro cesante y los arreglos posteriores- que a veces, en lugar de optar por la vía civil o penal, el propietario tira por la calle de en medio y paga una mordida de entre 1.000 y 3.000 euros al ocupa para que se vaya.

Cierto es que no todos los ocupas son iguales. Los hay que tras un injusto desahucio vuelven pacíficamente a su propio piso, que ya no lo es sino del banco por no haber podido hacer frente a la hipoteca. Algunos de ellos acaban pactando con la entidad bancaria un alquiler social hasta que esta vende la vivienda a un fondo buitre y se ven de nuevo en la calle. Pero están también los que trasladan el problema del dueño a toda la comunidad del bloque o incluso al barrio con dejadez, droga, conflictos y actos vandálicos que convierten la convivencia vecinal en un infierno. Ante estos solo cabe pedir que se aplique la ley con rapidez y justicia; para los otros, los ocupas por verdadera necesidad, que se incremente la oferta de vivienda social y que la Sareb (el banco malo) se muestre más generosa. Y para todo el mundo, que no se convierta en debate ideológico lo que no lo es.