Qué tiene de especial este enigmático rostro de la Señora (Mona) Lisa Gherardini, pintado hace más de quinientos años, para que miles y miles de personas, llegadas de todos los rincones del mundo, se paren todavía hoy, como se han parado durante estos siglos, embelesados ante este retrato de una hermosa mujer que los mira con una enigmática sonrisa en sus labios? La respuesta es obvia. Cada uno que se para delante del cuadro siente que para Mona Lisa él o ella son únicos, como si no hubiese nadie más en el museo. Mona Lisa se muestra, en toda su postura corporal, con las manos descansando bellamente sobre su regazo como una persona llena de paz y con un rica vida interior que no solo ve sino que mira y penetra en el interior de los que saben, no solo verla, sino también mirarla, y les habla con una sonrisa burlona, que parece decirles: «¿¡Tonto!, de qué tienes miedo?», y así se entabla una especie de diálogo sin palabra, solo a través de miradas.

Estamos hoy en un momento en que las mascarillas nos tapan todo el rostro y solo dejan los ojos para comunicarse. Es por tanto, quizás, el momento de dejar simplemente de ver lo que pasa a nuestro alrededor para armarse de valor y atreverse a mirar la dura realidad del mundo que nos rodea. La relación entre ver y mirar es la misma que hay entre oír y escuchar. Para las dos primeras (ver y oír) no se necesita hacer ningún esfuerzo, mientras que para escuchar y mirar entra en juego la capacidad de salir de uno mismo y esforzarse en entrar en comunión con el otro. El último siglo, el hombre ha inventado toda clase de medios audiovisuales dirigidos a llenar nuestras vidas de sonidos que oímos e imágenes que vemos, pero ¿quién nos enseña a escuchar lo que se dice o mirar al que lo dice?

Hemos visto en TV y oído la noticia de la recogida de un cayuco con nueve cadáveres, continuamente somos informados auditiva y visualmente del intento de salto de las vallas con sus criminales «concertinas» en las fronteras de Ceuta y Melilla, vemos en nuestras calles hombres y mujeres hurgando en los contenedores para conseguir algo que vender para poder sobrevivir, vemos largas colas en los comedores sociales y a las puertas de los bancos de alimentos, vemos a los mendigos a las puertas de nuestras iglesias y oímos sus suplicas por unos céntimos. Ocasionalmente oímos y vemos noticias de hambrunas y de otras pandemias además del coronavirus 19 en algunos países de África. Vemos a todas estas gentes y oímos sus súplicas pero, generalmente, ni los escuchamos ni siquiera nos molestamos en mirarlos. Un grupo de amigos y familiares se habían reunido para almorzar... Mientras los comensales estaban tomando su aperitivo esperando que la mesa estuviese lista, abrieron la televisión y por casualidad en aquel momento estaba informando con terribles imágenes sobre una espantosa hambruna en un país africano, pero salió de la cocina la señora de la casa, que estaba supervisando los últimos detalles del banquete, y dijo enfadada: «Por favor, apagad estas imágenes que nos van a quitar el apetito». Los allí presentes oían y veían las consecuencia del hambre para cientos o miles de personas, pero eran incapaces de escuchar sus lamentos y mirar de frente su trágica situación.

Pero no solo en los acontecimientos más trágicos que los medios de comunicación nos presentan, sino aun en las situaciones más comunes de la vida diaria, el valor de una mirada puede ser inmenso. En una encuesta que se hizo a un grupo de personas que realizaban tareas sencillas y muy repetitivas se manifestó la importancia que tenía para los encuestados la mirada del otro. Un joven botones ascensorista de una gran hotel comentaba que horas y horas en el ascensor se sentía no como una persona sino como un autómata que simplemente apretaba un botón cuando alguien entraba en el ascensor y dándole la espalda simplemente decía: «Cuarto», «sexto», «garaje» y al llegar al piso deseado , sin decir nada, salía del ascensor. Pero todo cambiaba y se sentía como un persona si el que entraba en el ascensor le miraba a la cara y le decía: «Por favor, cuarto piso» y al salir le saluda con un «gracias». En el mismo estudio un taxista explicaba una experiencia personal muy parecida. Se sentía como un robot si el cliente entraba en el coche y simplemente mencionaba la calle donde quería ir, y al llegar al destino pagaba y salía sin decir una palabra, pero todo también cambiaba y se sentía como un profesional del coche si el cliente entraba y mirándole por el retrovisor le saludaba con un «buenos días», antes de dar la dirección donde quería que lo llevase, y al salir del taxi decía «gracias. Que pase un buen día». Un camarero expresaba los mismos sentimientos de frustración por sentirse como un mero robot, si el cliente sin mirarle pedía la carta y pagaba y se marchaba sin decir una sola palabra, pero se sentía como un profesional de la restauración si el cliente, mirándole a la cara, le saludaba con un «¿por favor, puede traerme la carta?» , y después de comer le pagaba diciendo «ha estado muy bueno, gracias».

La mirada no puede mentir pues refleja, aunque el que mira no quiera, lo más profundo de sus sentimientos, pues el lenguaje de los ojos es más real que el de las palabras y los gestos. El doctor Ángel Fernández Dueñas tiene un hermoso artículo titulado La vida en los ojos. Los ojos , espejo del alma, en el que, basándose en toda clase de textos literarios, menciona no menos de 51 sentimientos y emociones que puede expresar una mirada, y Teresa de Calcuta decía: «Muchas veces basta una palabra, una mirada, un gesto para llenar el corazón del que amamos». Quizás las mascarillas, además de protegernos de nuevos contagios del coronavirus 19, nos enseñen a ser más humanos.