Me da pena que mis hijos crezcan, pero más pena me da crecer yo. No podemos congelar el tiempo, pero puedo comprar vino para esta noche. Tengo un cerebro joven y un cuerpo que está para llevarlo a un Punto Limpio. Así cruzo los días, con prisilla, con ese andar ligero del que llega tarde. Madurar es un salto de pértiga sin pértiga, una gimnasia imposible. Cuarenta años, dos hijos y un imperio pendiente. Estoy escribiendo un diario en estas páginas. Sois el candado que lo cierra. Messi se va del Barcelona. No todo van a ser malas noticias. Veinte años he necesitado yo para aprender a irme de los sitios antes de que la cosa degenerase.

Soy de ese tipo de personas a las que cuesta echar de los bares. Admiro a los borrachos elegantes, esos que se retiran en mitad de la noche dejando un halo de estrellas. Los que dicen adiós sin balbuceos. El mundo es suyo. Sin embargo, cuántas «la última» en mi certificado de penales, cuántas cosas que no debí haber dicho, cuántas vueltas por el Long Rock, cuántos taxistas negándose a llevarme de vuelta a casa, cuánta culpa encima en los últimos asientos del autobús. Y, por dentro, ya en perspectiva, la firme convicción de que el hombre que soy solo hubiera sido posible gracias a aquel hombre que fui, varado en la madrugada, pasando los domingos en la puerta del infierno, arrastrando su fragilidad, en calzoncillos, por la casa. Pidiendo pizza. Revolviendo el cajón buscando ibuprofreno.

Siendo. Siendo de la única manera posible: encerrados en nuestros laberintos. Eligiendo caminos al azar. Buscando una salida que nunca llega. Envejeciendo entre los altos muros, pisando nuestras propias huellas desesperadas. Equivocándonos con esmero. No quiero que mis hijos crezcan porque en ellos rebosa la ingenuidad. Hay luz en sus mañanas y un latigazo de claridad en sus párpados y están blandos y juegan y agarran la vida con fuerza minúscula. Las paredes de su laberinto aún son bajitas, apenas unas piedras amontonadas. Y un hilo que sujetamos en la salida, mostrándoles con ternura el camino. Su familia, una Ariadna tribal y fiera. Pero luego pasan los años, llegan las noches en vela, las dudas, el terror a no encontrar nuestro sitio. Y las exigencias. O que te piten cuando el semáforo se pone en verde. Y los trabajos. Pedir perdón, compartir piso, que alguien se beba la última cerveza que dejaste en el frigorífico, amar. Desamar. Volver a intentarlo. Sentir cómo pica la cicatriz por dentro. Jugar al FIFA en la Play. Que te derrote un niño turco. Gritarle a la tele. Hacerte runner. Comprar camisetas naranjas. Volver cojeando a casa. Las pachangas, cementerio de camisetas. Echarte en el sofá. El mismo que una vez compartiste con ella. Cuando lo diste todo por ese amor, pero te perdiste a ti mismo por el camino. Vajillas de Ikea. Maletas abiertas sobre la cama. Usar el Netflix de tu hermana. Dejar la carrera. Caerte de la bicicleta. Buscar el tanatorio en el Google Maps. Aprender a echar de menos, acostumbrarse a echar de más. Y pimba, de repente, cuarenta años. Mirar a tus hijos. No querer que crezcan. No querer crecer. Los días cada vez más transparentes. El pasado susurrándonos cosas dulces. A veces deseo que el mundo pare. Que una lengua de hielo lo detenga todo.

No hay pena que no cure un plato de gambas. No hay dolor que el vino no alivie. Crecer es abrazarse a los placeres vulgares. Saber decir que no. Irse antes de que la casa se derrumbe. Abrazar a los pequeños. Enrojecerles la mejilla a besos. Celebrar la nómina como un gol en el descuento. No quiero perderle el pulso a los días. No quiero que me metan un ocho a dos. No quiero crecer sin haber vivido. No quiero vivir sin haber llorado. Me duelen las rodillas. Siento que la vida es quebradiza. «Hay habitaciones más hermosas que las heridas», escribió Louis Aragon. Hacerse mayor, seguir siendo el incendio que prendimos de niños.