Lo que no me cambia en la vida es que, la última semana de agosto, me va creciendo un ser marino, abisal, en la boca del estómago, rodeándome con los tentáculos hasta que el primer día de trabajo -o clase- se esconde en su guarida hasta el año siguiente. Ya ven: mi propio Horror Cósmico, que no distingue una runa de una úlcera.

Suelo hacer mis propósitos en septiembre y no en enero. Mejor: mis propósitos de septiembre son como cactus y los de enero como una flor cadáver, que se abre una vez al año, duran un día y desde el principio huele a carne podrida. Los propósitos de septiembre me pinchan, pero permanecen. Creo que la diferencia es que uno se propone cosas en enero que lo obligan a cambiar -y no cambia- y lo que te propones en septiembre es consecuencia de que ya has cambiado durante el verano.

En la adolescencia, mi verano era una especie de cura de desintoxicación de vicios, de los que solo me respetaban los libros. Dos meses sin ordenador, sin interiores, comiendo bien y moviéndome bajo el sol. Llegaba al curso en un estado del que solo se puede decaer, y mi madre me pertrechaba adecuada y espartanamente: todo lo necesario, bueno, pero sin tonterías. ¡Ah, afilar un lápiz nuevo, elegir un paraguas, tener la edad por fin de decidir el color de un pantalón o un abrigo! A veces llegaba octubre y conservaba una cicatriz rosada, ya casi invisible, o un grano de arena pulido por la piel que por fin se me desprendía y quedaba orgulloso en el cuaderno (nunca lo retiraba de las páginas). Sé que es un infancia muchas veces contada y una buena fortuna, pero es la mía, y salvo que uno sea muy torpe también se sale aprendido de ella. Encontraba a mis compañeros radiantes y fortalecidos. En un verano, Isaías creció una cuarta y nos trajimos a Salinger aprendido. Todas las metamorfosis sumaban y se hacían comunales, y realmente era el mejor foro para descubrir cine y libros y música y juegos y nuevas estrategias e intereses, porque podías ver el efecto de los mismos en tus compañeros -comparando el antes y el después del verano-, y su brillo súbito. Había que trabajar con eso porque estoy hablando de una época en la que el módem seguía gangarreando cuando se conectaba.

Ya no son tan dulces los regresos. Ya solo aporto a mi masa. Pero este año Cris me ha regalado unos zapatos azules, que me tienen entusiasmado, y anticipando su estreno me he puesto a pensar. ¿No les parece trágico? Después del exilio de la escuela -y la escuela, insisto, es importante no solo por lo que te enseña un profesor, sino porque es la mejor manera de incorporarse la cultura de los compañeros y los frutos de su inteligencia- desde marzo, hay un ejército de adolescentes, de niños expatriados, que no saben qué va a pasar con ellos exactamente. No opino porque no sé de lo que hablo, en términos académicos y sanitarios. Tengo intuiciones: no se aprende a coger un lápiz telemáticamente. Tengo pena: esos años son el propio territorio, y va a costarles mucho conquistarlo. H