La pandemia nos ha arrastrado a una nueve crisis económica cuando empezábamos a salir de la hondonada del 2008, y no por previsible va a resultar, o está resultando ya menos avasalladora. Dejando las estadísticas a la estimación de los expertos -aunque no hay que serlo para intuir que la caída prevista del PIB en Córdoba, de un 9,4% como poco según un informe de Analistas Económicos de Andalucía, es un dato preocupante-, esta claro que el cóctel fatídico de miedos, incertidumbre y parálisis generado por el coronavirus dibuja un paisaje desolador. Cierto es que las instituciones están dedicando esfuerzos serios a paliar los efectos de esta crisis tan distinta a la anterior -pero de resultados tan parecidos-, mientras las oenegés y demás colectivos en lucha contra la pobreza vuelven a emplearse a fondo. Pero el paro sigue acorralándonos, y la nueva generación está tan ahogada que a lo más que llega para no seguir viviendo de la sopa boba familiar es a compartir piso de los que se alquilan por habitaciones, prolongando en la treintena o más allá la antigua vida de estudiantes. Y, en medio de todo esto, la brecha entre ricos y pobres se agranda y cronifica.

Pero somos pura contradicción, y así nos va. Junto al escenario descrito, que aunque suene a apocalíptico es tan real y persistente que te acabas acostumbrado a él, sin dramatismos, surgen otras cifras y comportamientos cuando menos desconcertantes. Por ejemplo, los relativos al despilfarro alimentario, que claman al cielo. En numerosos hogares españoles -y no todos marginales ni mucho menos- el dinero no llega a final de mes, pero se tiran 1.352 millones de kilos de comida al año, según alerta el Panel de Consumo del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación. O sea, que mientras unos pasan hambre o incluso enferman y mueren de inanición, otros echan a la basura frutas, verduras, lácteos y pan, que son los productos más desperdiciados, y lo hacen en bastantes ocasiones sin ni siquiera haberle quitado el envoltorio a la bandeja que los contenía. Los datos del ministerio, que achaca el dispendio de 25 kilos de comida y bebida por persona y año a una mala planificación de la compra, son no solo alarmantes, sino difíciles de asimilar, porque este derroche se da en ocho de cada diez hogares. Un porcentaje tan alto que, para que salgan las cuentas, habría que pensar en lo inconcebible: que hasta en domicilios faltos de recursos, en lugar de administrarlos con cautela, se destinan algunos de ellos alegremente al contenedor de lo orgánico.

El fenómeno, además de ser un escándalo social, se ha ido tanto de las manos que, según fuentes oficiales, tiene ya consecuencias climáticas. La FAO avisa de que la huella de carbono del despilfarro de alimentos supone alrededor de un 10% de las emisiones globales de gases invernaderos. Y añade que los recursos naturales utilizados para elaborar esa comida se esfuman en balde. Sin olvidar las tareas agrícolas y el agua empleada en cultivar alimentos que se desaprovechan. El desperdicio alimentario empieza a convertirse en un problema político -como lo fue la saturación de plásticos- contra el que son necesarios cambios legislativos, logísticos y empresariales; como por ejemplo los comercios -también en Córdoba- que ofertan a diario a precio de ganga productos perecederos a través de una aplicación del móvil. Pero sobre todo es una aberración sociológica que pone en riesgo el medio ambiente y nos instala en el disparate. Seamos serios, por favor. H