Aristóteles propugnaba que la virtud, el camino más directo a la felicidad, está en el punto medio entre el exceso y el defecto. Hablando en plata: ni te pases ni te quedes corto. Lo curioso es que hasta para una situación tan rara como la pandemia la filosofía del sabio de Estagira viene de perlas. Así, ante el coronavirus ni vivas con miedo ni seas un irresponsable. Ni pases de las normas ni las sigas tan a rajatabla que, por ejemplo, te lleve a negarle la ayuda a una persona accidentada (ya ha pasado). Ni vayas de gilipollas listo ni te hagas el tonto gilipollas.

Y es que en unos momentos tan delicados llama la atención tantos cantos de sirena que nos proponen acercarnos a los extremos: por un lado, los negacionistas de la epidemia, cuyo reto a las normas sanitarias son todo un desafío a la razón, una vergonzosa tergiversación de ese término maravilloso que es «libertad» y un insulto para los miles de muertos que han caído con la epidemia y sus familias, cuando no un peligro para el resto de la sociedad.

Pero también porque la ley debe cumplirse, y eso es lo que hay que hacerlo a pesar de que en el otro extremo estén... los prohibicionistas. Por ejemplo, los que dicen cómo dar clases de matemática pasándose esa ciencia por el forro del libro de texto. Verán: si se aumenta el doble la distancia entre ocupantes de un espacio, el aforo se reduce a menos que la clase eleve al cuadrado su superficie. Si hay dos clases en lugar de una, tiene que haber dos profesores. Si se habilitan dos turnos de clases en un centro, las horas lectivas soportadas por la instalación también se duplican... Lo que hay es lo que hay. Es matemática muy sencillita (vean que solo hemos usado las cifras 1 y 2), y eso no lo cambia ningún asesor político que quiera endiñarle la responsabilidad al director y al AMPA para que ellos cuadren la cuenta de que uno más uno sea solo uno.

Otro ejemplo sonado del extremo prohibicionista: lo de impedir que se fume a menos de dos metros de distancia en la vía pública incluso junto a personas que viven en la misma casa. Pocos casos más claros del fracaso de los dispositivos de las autoridades y de la necesidad de desviar la atención con el sonido de cañones disparando a moscas. Dicen (porque no está demostrado) que tal prohibición se basa en que el fumador expulsa la calada del cigarro con una bocanada tenebrosa, violenta, pecaminosa y lasciva mucho más peligrosa que la de una respiración normal. Vamos, como la exhalación de un dragón... menos caliente pero mucho más vírica. Claro que si eso fuera así y una respiración agitada tiene tanto riesgo habría que prohibir también correr por la calle, andar a paso vivo, impedir que expiren más rápido los pobrecitos repartidores que van cargados de mercancías y hasta perseguir que la gente tenga charlas agrias en la acera, que ya sabemos lo que aumenta el ritmo cardiaco y pulmonar un contertulio cabreado.

En fin... ahí está la norma y hay que cumplirla. Es lo más sensato porque la sensatez está en ese término medio y, ya digo, es el mejor instrumento para vencer esta enfermedad que mata y también anula sentidos. Literal y físicamente, esos son los síntomas de muchos enfermos en el caso del olfato y el gusto, pero además la pandemia está impidiendo que nos toquemos y usemos el tacto, deja a los negacionistas sin vista para ver la tragedia y, por la otra parte, a muchos responsables con oído solo para sus asesores y sin escuchar a los expertos. Más aún, yo diría que con tal cantidad de normas tontas y tontos sin normas el primer y más dañado sentido al que ataca este virus, incluso antes de la infección, es el sentido común. Ya saben... el menos común de los sentidos. H