Dos jovencísimos niños, de poco más de dos años, corretean alegremente con su mascarilla puesta. Desde mi balcón, abstraído, me suscitan una pequeña reflexión sobre los trasuntos de actualidad, nada halagüeños, y el futuro que les espera a largo plazo. Viven el ejercicio infatigable y alegría propios de su edad, ajenos a todo y a todos, derrochando las energías de una existencia prácticamente inconsciente. Por los derroteros de mi pensamiento pasan de forma relampagueante los acicates del futuro de una juventud en ciernes. Esos niños que miro amablemente son los que vivirán los últimos tráfagos del final del siglo veintiuno. Por mi cuerpo corre una descarga escalofriante, con la simple reflexión, porque esa verdad me dice que ellos habrán de presenciar (Dios mediante, que dice mi madre) todos los avatares del siglo, con sus glorias y sus miserias. A priori podemos pensar que el mundo futuro de estos niños, a largo plazo, será bien distinto del nuestro en casi todos los parámetros. Bien es verdad que las cábalas de futuro en la historia son casi siempre erráticas, y sorprendentes, muy alejadas de lo que podamos pensar con toda la racionalidad del mundo. Las lecciones del pasado nos enseñan que los derroteros de los pueblos y civilizaciones son infinitos e incontrolables. Se avanza y retrocede. A mi cabeza viene, en esta reflexión dislocada, la obra de Stefan Zweig de El Mundo de Ayer (1976), sobre la Europa de comienzos del s. XX (concretamente Viena y Alemania): cuando se vivía la prosperidad más completa..., cuando Viena desparramaba abultados brotes de cultura (música, literatura...) y paz, que nada hacían presagiar que próximamente el mundo se iba a trocar ciento ochenta grados, con las guerras mundiales y la Gran Depresión. Resulta por lo tanto descabellado imaginar siquiera cuáles serán los mimbres del siglo en que vivimos, que a día de hoy presenta umbrales muy poco prometedores. Seguramente nos equivoquemos en cualquiera de las perspectivas. Más allá de las truculencias económicas de estas primeras décadas, y la insospechada hecatombe del coronavirus, las décadas venideras resultan completamente una incógnita. Los grandes problemas de la humanidad no son muy esperanzadores, y solamente cabe esperar resultados alicortos a muy largo plazo. Léase en este sentido que las problemáticas del medio ambiente son acuciantes, pero las respuestas son poco alentadoras a pesar de que utilicemos artificiosamente y de forma irrisoria aquello de la sostenibilidad, en todos los lados, ecología y equilibrio social, económico y medioambiental. Mucho me gustaría que fuera cierto, pero no lo veo con claridad, y únicamente me queda la esperanza de que la juventud tenga, que parece que sí, una respuesta más positiva y satisfactoria con el necesario cambio medioambiental y estilos de vida. Respecto a los grandes conflictos bélicos y políticos mundiales, pocas son las esperanzas de que mermen o desaparezcan, porque están vinculados a cuestiones económicas que todos conocemos (petróleo, geoestrategia de dominio...) y los políticos que dominan las grandes esferas del globo son bien conocidos; estos y los que han de venir. El dominio del territorio, fuentes de energía y supremacía política y económica han sido una constante en la Historia, y no es factible que desaparezcan; tampoco en los ámbitos nacionales ni locales cabe esperar grandes respuestas que amplíen márgenes de democracia ni de libertades, porque los auténticos poderes se encuentran encubiertos las más de las veces, al arrimo de los poderes fácticos (económicos, medios de comunicación...), y las manipulaciones de todo tipo están a la orden del día. Solamente ciudadanos extraordinariamente formados y críticos harían virar la ruleta de la fortuna hacia principios políticos más satisfactorios, y la Historia de nuevo confirma la lentitud y tibieza con que se avanza en nuestro mundo hacia las mejoras políticas y sociales; a día de hoy, prácticamente ni se escuchan reivindicaciones políticas o sociales, que no son más que un síntoma claro de la atonía y falta de sensibilidad: ¡como si hubiéramos conseguido todo!. Algunos temas resultan chirriantes en su resolución, como la igualdad de género, que desde las primeras décadas del s. XX resultaban estridentes (con el cambio de vestido de la mujer, petición de voto...), y aún siguen siendo noticia en otro orden de cosas (atendidos, violencia, desigualdad profesional...). Mucho nos gustaría que en la vejez de los niños que hoy corretean el tema fuera simplemente una referencia histórica de una lucha, pero tal vez aún encuentren affaires desagradables. La pobreza en el mundo, de otra parte, sigue siendo uno de los seguros futuribles no resueltos, porque a muy pocos políticos y ciudadanos del mundo rico les interesa que el sur se iguale; así lo confirman las estadísticas económicas de siempre; de poco sirven los análisis y estadísticas de organismos internacionales, cuando prevalece ante nosotros una realidad inmutable, que no cambia. Finalmente, los inminentes cambios del mundo tecnológico son una realidad, y en el espectro tecnológico ciertamente se producirán transformaciones insospechadas, porque los instrumentos para almacenar y relacionar datos son inconmensurables; otra cosa es que tengan una lectura siempre positiva y satisfactoria, porque los controles y manipulaciones económicas y sociales que presenciamos (redes, internet) son una pista grande de lo que ha de venir. Definitivamente ignoro, completamente, los derroteros por los que andarán estos niños que alegremente corretean delante de mi balcón. En todo caso, el futuro es incierto. H