Todos somos el verano de alguien. Cuando empieza a refrescar tímidamente, ya llegando a septiembre, siento como se va muriendo el amor de los demás. Me golpea, de repente, una luminosa melancolía. Echo de menos cosas que nunca viví. Todos los helados de Miko eran el mismo. Amo a personas que no conozco. Celebro goles que jamás marcaré. Cada pachanga puede ser la última. A mi edad, en un partidito de fútbol, lo importante no es ganar; lo importante es que no haya víctimas. «Eres más bonita que un Adidas Etrusco sin estrenar», le dije a María. Nunca tuve uno, pero mi amigo Marcos sí. Se lo regalaron en la Comunión. Lo bajaba en brazos a la calle, como un padre primerizo paseando a su bebé. Lo mirábamos. Lo tocábamos. Pero nunca lo vimos rodar. Por supuesto, jamás un puntapié, una palomita, un cabezazo directo a la escuadra de la portería de tiza pintada en la pared. La vida, luego lo comprobé, es ese balón inmaculado. Lleno de posibilidades imaginadas, pero sin goles que celebrar. El amor es expectativa. Hay grandes matrimonios erigidos sobre el por si acaso. Aún estamos en agosto, pero ya noto cómo este verano agoniza. Las mascarillas. Los «se traspasa». La sección de colegios en El Corte Inglés como una mansión fantasmal. Crujen las maderas de nuestro presente. El otro día jugamos con un balón Kipsta. Yo, que he detenido Questras y Mikasas, condenado ahora a la nostalgia. Víctima de estos tiempos líquidos.

Para ser valiente hay que saber a lo que te enfrentas. A lo otro, a luchar a tientas contra monstruos invisibles, se le llama insensatez. Aún hay parques acordonados. El otro día me insultaron por correr sin mascarilla. Los niños se han hecho a esta vida y se harán a las vidas que vengan. Ellos son linternas en la noche. Los adultos seguimos jibarizados, perdidos en nuestras propias inseguridades, dándole razones a la sinrazón. El miedo es de acero, prometeos encadenados. Pasé con la bicicleta por la avenida Alcalde Manuel del Valle. Bomberos, policía y una ambulancia en mitad de la carretera. Llantos, cristales rotos, aparataje médico. Coches como acordeones. Sangre en el asfalto. En la acera, decenas de personas grababan con el móvil. ¿Qué harán con esos vídeos luego? ¿Ponérselos en la intimidad de su hogar? ¿Mandarlos por Whatsapp para compartir el sufrimiento y las heridas de unos conductores desconocidos? ¿Inmoralidad, amoralidad o abismo? No confío en el nosotros y, sin embargo, me arrojo a él como un adolescente a la piscina. Hubo quienes fantasearon con salir mejores de esta crisis. Virgencita, que me quede como estoy. Pese a todo, sin la tribu somos cazadores solitarios, esqueletos cubiertos con harapos, iluminados, gurús de nuestros propios temores. El amor nos mantiene unidos. Mirad a los famosos.

Enrique Ponce y Ana Soria se aman con una intensidad que traspasa las páginas del Hola . Es ese amor, y no otra cosa, lo que hace girar el mundo. Esa pequeñez confesa. Ese dejarse arrastrar hacia el otro, esa hambre de boca ajena. Alardear en redes sociales. Creerse invencibles. Quien amó sabe que sólo así el desierto se vuelve playa, que el corazón se hace músculo. Los amantes siempre crecen a espaldas del mundo. Es ese amor, y no otra cosa, lo que enrojece la sangre y pinta de naranja el crepúsculo. Romperlo todo. Saltar al precipicio. Dejar un reguero de cadáveres. No es amor si no hubo gente que dejó de hablarte. No es amor si no sentiste culpa, y vergüenza, y niñez. Y luego están los veranos que son el escenario perfecto para nuestras endebleces. Pistas de bailes improvisadas frente al escenario, en la verbena. Pasodobles y cervezas tibias. En un yate, en la hamaca, en la terraza de una heladería, en las losas resbaladizas de la piscina. Amarse. Amarse es la tirita y vivir, un corte profundo.

Ana y Enrique. María y Antonio. Silvia y Santiago. Irene y Pablo. Rocío e Iván. Aquí estamos, en el verano que languidece, en un mundo que nos lleva a lugares desconocidos. Aferrados al amor, como en una canción de los setenta. De la mano por el paseo marítimo, apretando el culo de mi pareja con la misma fe con la que otros se agarran el crucifijo. Pegando el puño cerrado al pecho. El amor es un camino con infinitos caminos. La vida es la que es. Por eso necesitamos esta locura, esta lujuria, este apego caníbal. Para seguir hacia delante. Para mantenernos unidos. Para no perderle a la eternidad el pulso. No sabemos a dónde vamos, pero vayamos con la piel encendida. H