Los sueños parecen al principio imposibles, luego improbables, y luego, cuando nos comprometemos, se vuelven inevitables» (Mahatma Gandhi). La primera pregunta que nos planteamos antes de tomar una decisión importante o de emprender una acción decisiva es si será o no posible de realizar. Yo viví una época universitaria donde la frase de cabecera procedía del Mayo francés y rezaba: «Seamos realistas, pidamos lo imposible». No me negarán que como eslogan tiene mucha fuerza, pero la realidad impone introducir otro concepto que resulte cuantificable. Se trata de si será «probable» que ocurra, aspecto que se define como aquello que es verosímil o se funda en una razón prudente de que suceda. Me considero un ser afortunado, al que cada año le corresponde el primer premio de la lotería de Navidad. Con ello viajo por un mundo de fantasía desde el día que adquiero el boleto hasta el mismo momento del sorteo; en este periodo soy millonario. Lástima que lo posible se convierte en improbable cuando contemplo la lista de los premios. Posible y probable son dos términos que se confunden y que sin embargo expresan ideas muy diferentes. La medicina sabe mucho de ello. La pandemia en la que estamos inmersos nos sitúa a diario ante preguntas que conllevan la toma de decisiones, donde la probabilidad resulta el elemento decisivo. ¿La situación clínica hace necesario el ingreso hospitalario o el traslado a la UCI?. ¿La evolución del paciente permite el tratamiento con oxígeno suplementario o se hace prioritaria la ventilación mecánica? ¿Las personas que han estado en contacto con el virus adquieren inmunidad y, si lo hacen, por cuánto tiempo? ¿Qué grado de precisión tienen las pruebas de anticuerpos para saber si hemos padecido la enfermedad? Esta última pregunta resulta muy relevante para evaluar la reincorporación laboral, ya que no sabemos exactamente cuál será el daño que podríamos producir a la sociedad si permitimos volver al trabajo a personas con una elevada probabilidad de estar contagiadas. El estudio de probabilidades forma parte intrínseca del método científico, cuya aplicación tantos logros ha permitido conseguir para nuestro bienestar. Exigir un altísimo grado de certeza puede ser lo más apropiado cuando se trata de un vuelo interplanetario o en una investigación en ciencias básicas, pero en el contexto de esta catástrofe, con un virus circulando libremente, no podemos dejar en latencia la toma de decisiones, en espera de conocer todas las respuestas. Serán galgos o serán podencos, pero son perros cazadores al fin y al cabo, y debemos encontrar un justo término medio entre el conocimiento y la acción. No tomar medidas a partir de un margen aceptable de probabilidad puede derivar en enormes costes y consecuencias para la salud. Los términos sensibilidad, especificidad, valor predictivo positivo y negativo forman parte del trabajo médico diario y su aplicación práctica, a partir de los conocimientos sólidos adquiridos, confiere legitimidad científica al quehacer médico. Practicar la medicina con el enfermo delante obliga a transitar con la duda como instrumento de trabajo y a equilibrar los beneficios y los riesgos en todas las decisiones. Si trasladamos estos conceptos a la pandemia y a la salud de la población, será lógico incorporar este margen de incertidumbre basado en las probabilidades, al balance entre el confinamiento y una cierta movilidad económica, con todas las consecuencias que ello conlleva. Es muy útil tener siempre presente el ejemplo de la bicicleta y mantener las manos firmes en el manillar, al tiempo que no dejamos de pedalear. Coincidirán conmigo también en la importancia de disponer de información correcta y veraz para decidir de la manera más adecuada ante cada interrogante. Existen algunas cuestiones sobre las que no podemos permitirnos reincidir. Me refiero a la precariedad en el material de protección (España tiene una de las cifras más elevadas de contagio entre el personal sanitario) y a la atención de nuestros mayores, especialmente los que viven en residencias. En ambos casos lo observado en estos últimos meses debe hacernos reflexionar sobre el triste papel que hemos protagonizado. Existen ya iniciativas en marcha que solicitan revisar cuidadosamente lo ocurrido en esta pandemia (Alberto García-Basteiro et al, The need for an independent evaluation of the covid-19 response in Spain. The Lancet . https://doi.org/10.1016/S0140- 6736(20)31713-X-2020) que deberíamos apoyar decididamente. Tal como dicen sus autores, con la única finalidad de conocer en qué nos hemos equivocado y cómo podemos mejorarlo. Vivimos una época de mucha incertidumbre y la ciencia no es ajena con las prisas en publicar. Este es otro elemento que nos obliga a ser muy cautos con las noticias y a valorar las verdaderas probabilidades de disponer, una vez más, de una información seria y contrastada. Otro elemento merece nuestra consideración. Se trata de la idiosincrasia personal de quién toma las decisiones, de si predomina el carácter dubitativo e indeciso del zorro o la impetuosidad y energía del erizo (Isaiah Berlin, El erizo y el zorro , Editorial Península). Basado en una idea original del poeta griego Arquíloco de Paros, el filósofo letón, nacionalizado británico, tejió una brillante distinción entre un tipo y otro de personalidades. Si predominan los del tipo precavido y pusilánime, incapaces de concretar y que se mueven constantemente entre una gran variedad de posibilidades, la llegada de la vacuna podría encontrar una población paupérrima y desorientada. Si toman las decisiones los que ven la gravedad del problema en cada momento y actúan en consecuencia, con agilidad y energía, con decisión y coraje, el virus volverá al lugar de donde nunca debió salir. No se trata de ser en todo un zorro o un erizo. Como nos recuerda el sabio griego, «mientras que el zorro sabe muchas cosas, el erizo sabe mucho de una sola cosa». Todos somos una mezcla de estos ejemplares, pero en momentos como el que nos ocupa sería deseable que, al menos en algunas decisiones, quien dirige tuviera una piel llena de púas. H