Hace una semana que nos dejó Lola Peña. Se fue en paz, cada mano sostenida dulcemente por sus hijas y todas las licencias evocadoras que podemos pactar con la muerte. Pues fue justo en su funeral cuando cayeron chuzos de punta sobre la ciudad. La balacera de granizo me rompió la luna delantera del automóvil, una señal de los dioses para que rindiese culto a su vanidad de escritora y le dedicase este artículo. Los cronistas no mixtificamos los hechos; si acaso acentuamos los detalles, siendo este el beneficio industrial del literato. Y doy fe que, terminada la ceremonia, se recuperó un sol radiante. Al fin y al cabo, valquiria y wallada arrancan con entonaciones similares, aunque aparentemente sean tan opuestas estas referencias de la femineidad.

Mucha gente no sabe quién es Lola, aunque era conocida por todo el mundo. Hablen, por ejemplo, con los veteranos empleados del Gran Teatro y pregúntenles por la butaca 75 del Anfiteatro. Allí se esquinaba para grabar no solo en su memoria audiciones antológicas. Luego, aguardaba a los artistas para regalarles sus afamados bizcochos, bien envueltos en papel de seda. La Caballé, Kraus o Carreras dieron buena cuenta de sus artes reposteras. Y es que el verso y el fogón se maridaron antes incluso del misticismo de la Santa de Ávila. Las cocinas de la inspiración de Lola Peña se situaban en el corazón sentimental de Córdoba, esa plaza de Capuchinos que repartió sus dádivas entre los integrantes de Cántico. Muchos recordarán el retranqueo de su onomástica el Viernes de Dolores, cuando se incorporaban a la cola de los devocionarios tras subir y tomarse un trozo de pastel.

¿Por qué Córdoba es un venero incesante de poetas? Temeraria cuestión que se le plantea a un narrador en la corte de los bardos. Quiero creer que este sofisma va más allá del telurismo de la decadencia, y del sarcasmo de contrastar que se escriben menos ripios en las refinerías petrolíferas. Quiero pensar que esta rija de ensimismamiento se sana, más que se subsana, optimizando todavía más nuestro inmenso activo cultural. Porque de todos los planetas poéticos que circunvalan esta ciudad, Lola Peña habitaba en el Colectivo Wallada. Ese fue el refugio de muchas inquietudes de la edad madura, el penúltimo tutelaje de aquella aventura femenina, pupilas de la Real Academia y de la sapiencia de Rafael Castejón antes de emprender con voz propia su vuelo. Los sonetos de Lola eran impecables, y muchos de los novísimos que querían reconciliarse con la quintaesencia de la métrica recurrían a ella, no para ajustar las ballenas del corsé, sino para encontrar la salvación en el elixir de una sinalefa.

En la parcelada memoria de esta ciudad quedarán sus apresuradas zancadas por Torres Cabrera; su omnipresencia en toda la eclosión de eventos culturales que germinaron desde la Transición. Socia fundadora y Medalla de Oro del Ateneo, Lola Peña es el claro ejemplo del ecumenismo de esta institución, y fiel exponente de que la modernidad no es patrimonio de la transgresión juvenil. La lucidez que mantuvo hasta sus últimos días parecía incitarle a la cesura como herramienta poética; a quebrarse también ella en este jodido año para finiquitar un tiempo tan cercano y tan distinto. Ella creía en la resurrección de la carne y en la indulgencia de las musas para prolongarse tras cerrar los ojos. Vete tranquila, Lola. Aún te queda un largo trayecto. H