Lo que más se echa en falta desde que no se nos permite tocarnos es la posibilidad de un abrazo. El otro día quise dar el pésame a alguien y no se me ocurrió otra manera menos transgresora que esta para no quedarme de brazos cruzados frente al dolor de esa persona al recordarle la muerte del ser querido. Al abrazarnos podemos contagiar desde un resfriado, una gripe o el sarampión, hasta el coronavirus. Aún así cuesta aceptar que hay que deshumanizar el consuelo cuando cualquier desconocido te puede rozar la piel desde la mesa contigua en una terraza de bar.

Lo peor de las situaciones críticas es que obligan a tomar decisiones y ninguna es la correcta de antemano. Nunca es el mejor momento para tener un hijo, comprar una casa o reformar la Constitución y sin embargo cada día alguien perpetra alguna de las dos primeras opciones. Otro, en su lugar, haría una elección distinta pero sobre esos resultados que quedaron descartados ya solo caben especulaciones.

Cuando una década atrás la recesión empezó a dejarnos sin perspectiva y sin aliento, el Estado en primer lugar hizo acopio de los recursos que estaban en su poder para reactivar la inversión y el consumo. El Plan E movilizó ayudas públicas que no llegaron al nivel de estímulo esperado, aunque quién sabe cómo habría evolucionado la situación de no haber existido ese programa. Posteriormente llegaron los recortes y la política de déficit cero impuesta por Bruselas, que supuso, según se ha visto al cabo de los años, la precarización de servicios públicos esenciales como la sanidad y la muerte de muchas organizaciones que suplieron la falta de cobertura social en esos tiempos duros.

Hoy parece imposible que sobrevivamos al espectacular revés económico que ha traído la pandemia, sin la ayuda europea y de todas las administraciones. Los fondos anunciados son la clave para flotar en medio del naufragio que se anticipa en un verano de locales de ocio cerrados y comercios en proceso de liquidación. Pero esta cantidad enorme de dinero tiene que salir de alguna parte y los primeros movimientos -la confiscación del superávit de los ayuntamientos- apuntan a que debemos prepararnos para una nueva época de recortes, porque las medidas que se han hecho públicas equivalen a tratar de detenner una hemorragia con una tirita.

Ahora, sin embargo, ya sabemos a dónde nos conducirá la austeridad y así lo han advertido un grupo de científicos en el artículo que han publicado en The Lancet , donde denuncian la falta de preparación del Gobierno ante esta emergencia sanitaria, la descoordinación de este con las comunidades autónomas y los efectos de una década de políticas de gasto restrictivas que todavía están presentes en el sistema de salud. Los científicos piden que se resuelva esta complicada aritmética con gestión. Y esto es lo que va a ser necesario, a parte de aplicar ingeniería financiera a los presupuestos; el período que viene requerirá políticas que posibiliten el cambio estructural que se esperaba tras la recesión de 2008 y que nunca se materializó, y por eso, porque no se llegó a abordar, hoy nos sentimos absolutamente perdidos cuando los mercados turísticos nos dan la espalda en esta crisis, y por eso, también, el coronavirus nos está arruinando a todos menos a las grandes fortunas.

No se avecinan tiempos fáciles y por eso, más que nunca, se echa de menos un buen abrazo, que proporcione la carga semántica que no sabemos componer con palabras; que lo diga todo, sin decir nada. Un abrazo que cierre el círculo del significado de las cosas. Tal es la importancia de este gesto al que la enfermedad nos obliga a renunciar. Que lo tengan en cuenta quienes han de sacarnos de esta, para que hagan que al menos, esta vez sí, el sacrificio valga la pena.